Salvador García Llanos
La red social Twitter suspendió la cuenta del partido de la
ultraderecha española que encabeza Santiago Abascal por incitación al odio. Una
respuesta a la portavoz socialista en el Congreso, Adriana Lastra, determinó la
resolución de la citada red: “Somos una compañía imparcial y no participamos en
prejuicios o sesgo político de ningún tipo. Aplicamos las reglas de Twitter de
manera desapasionada e igual para todos los usuarios, indpendientemente de su
'background' o afilicación política”.
Hay que repasar las reglas de esta red para entender las
razones de esta supensión. En su contenido, en efecto, hay un apartado dedicado
a “categorías protegidas” que señala, en efecto, una limitación: “Prohibimos
dirigir a las personas contenido destinado a incitar al miedo o a difundir
estereotipos de temor sobre una categoría protegida, lo que incluye afirmar que
los miembros que los miembros de una categoría protegida tienen más
probabilidades de participar en actividades ilegales o peligrosas, por ejemplo,
“Todos los [miembros de un grupo religioso] son terroristas”.
El partido ultraderechista se defiende y habla de censura
de Twitter. Lo que hay que leer: censura. Pero bueno, es su argumento. Lo
cierto es que el episodio pone de relieve que los mensajes y contenidos de las
redes sociales son, en alguna medida, el sustrato de una situación cada vez más
tensa, cada vez más insostenible y que, por algún lado, habría de romperse. Los
partidos políticos son conscientes de que en el universo de las redes se libra
la batalla de las diferencias políticas o ideológicas de nuestros días. Y se ha
demostrado que es un escenario propenso a hacer de la libertad de expresión lo
que a los desaprensivos, 'trollers', incontrolados y demás antropofauna les dé
la gana. Aprovechan sin límite el margen de impunidad.
Ya lo escribimos en su momento: dependía de las propias
plataformas, de los titulares de las redes, establecer las reglas del juego y
ser rígidos en su aplicación. Eso no significa limitar la libertad de
expresión, o censurar, como se queja el partido ultraderechista en este caso.
Lo que está claro es que las redes deben tener otras funciones más constructivas y ser
espacios donde se expresen algo más que insultos, bulos y descalificaciones.
Será interesante seguir la evolución de este caso por si
marca un punto de inflexión, por si sirve para ilustrar un debate que parece
lejos de su final o por si agrava la situación que igual conduce a un laberinto
judicial de muy incierto final. Pero es triste que el poder de las redes
sociales se palpe en episodios como el que nos ocupa.
Lo que subyace, no lo olvidemos, es una tipificación
delictiva: el odio. Partidos, dirigentes, militantes, simpatizantes y allegados
deberían ser conscientes de ello, no se quiera que la política siga creciendo
en rechazos difícilmente contenibles. Y con estos métodos, con escenarios que
amparan, mucho más.
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