Rosario Valcárcel Quintana
En estos días prenavideños
que celebramos alegres el Black Friday, que en los Centros Comerciales no cabe
ni un alma y los supermercados están a rebosar, mi corazón ha desandado los
pasos y me he acordado de mi madre, de la mesa de Navidad y los olores de mi
niñez, de la carne de conejo en salsa, los turrones, el vino dulce. Las truchas
que cocinaba con amor y sabiduría para regalar a los vecinos a pesar de que en
aquellos tiempos tenía que vencer a un enemigo: al fantasma de la pobreza.
Un fantasma que persiste en
este mundo injusto en el que viven hambrientos. Seres silenciosos, seres que
buscan sobras de alimentos en cubos de basura para vencer el hambre. Porque, a
pesar de que la FAO afirma que en los últimos veinticinco años el mundo en
desarrollo casi ha reducido a la mitad su tasa de hambre, aún hoy mata
alrededor de diez mil personas diarias en el mundo.
Casualmente estos días he
visto una película titulada “Amar peligrosamente”, un drama que recrea los
campamentos que existieron en el norte de África en los años 80. Dirige el film
Martin Campbell y nos acerca más allá de nuestro confort, nos muestra el
desamor de los países poderosos, las miradas de eros y tánatos, la falta de
víveres, la desnutrición infantil, la muerte. Una realidad que hace latir el
alma del espectador.
Un mundo incongruente que
priva de los dones imprescindibles a millones de personas ante otro mundo que
vivimos en la opulencia, que nos atiborramos hasta hartarnos y desperdiciamos y
tiramos y tiramos toneladas de alimentos, los desechamos aún comestibles. Lo
hacemos desde nuestras casas, desde las industrias por problemas de fechas de
caducidad, envases demasiado grandes, por comprar sin control.
En estos días prenavideños el
corazón ha desandado mis pensamientos y me he acordado de las peripecias que
pasan algunos personajes literarios en las novelas de Galdós o en el “Lazarillo
de Tormes” para no morir de hambre. Me he acordado de una escena que se sigue
repitiendo a pesar del progreso y el desarrollo económico y social. Me he
acordado de aquellos seres pobres, harapientos, aislados de la sociedad que
iban de puerta en puerta, de casa en casa pidiendo: -Una limosnita, por el amor
de Dios.
Y entonces he pensado: ¿Hemos
progresado?
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