Víctor Yanes
Un silencio general dejó inmovilizados a millones
de seres humanos tras la atrocidad de la muerte. El 11 de marzo de 2004 no
había claves wifi para los teléfonos móviles, no había redes sociales, no
circulaban en cadena mensajes a través del WhatsApp, proclamando no sé muy bien
qué derechos y qué reivindicaciones para posar hermosos y hermosas ante la
bandera emblemática de la justicia social, mundial o planetaria o para todo lo
contrario. No existía la figura del animal twittero o del pedante narcisista feisbukiano.
No se habían organizado aún los ejércitos de exhibicionistas de la más amarga e
insensible intelectualidad.
El 11 de marzo de 2004 casi no almorcé, mis ojos
bien abiertos y horrorizados veían una realidad que mi cerebro, bloqueado, era
incapaz de procesar. No había redes sociales, no había escaparates, te quedabas
desnudo ante la realidad, temblando de miedo, pensando que la capital de España
había sido atacada por un bombardeo terrorista y que la matanza no era más que
el comienzo de la pesadilla. No había redes sociales, pero sí amigos con sus
pisos y apartamentos y existía la CNN internacional. Aún sobrevivía un cierto
sentido de la intimidad ante la brutalidad de la violencia. Compartíamos
nuestros sentimientos, manifestábamos nuestros temores, poniéndonos en la piel
de los asesinados y heridos. Hablábamos cara a cara, procurábamos hacernos una
reconfortante compañía en nuestro indescriptible estupor ante lo sucedido. La
calidad del contacto humano significó, en aquel momento, un enorme consuelo.
Todavía no se nos había olvidado cómo guardar silencio. El silencio empático
para reconstruir nuestro ánimo. El silencio del duelo.
Catorce años después del monstruoso ataque
terrorista del 11M, somos menos humanos, menos sencillos y menos esenciales, somos
puto narcisismo con lazos de mil colores subidos al perfil del face o del
twiter, a los que acompañan las muy sesudas argumentaciones desde el minuto uno
después de la tragedia. Enfermiza necesidad de posicionarse y de aparentar.
Resultar más ideológicamente atractivo es importante, más astutamente
intelectual, más públicamente admirado, en fin, que lo de menos son los muertos
masacrados por la metralla. Qué más da que la deflagración amarilla te reviente
los tímpanos, qué más da el cruel relato de los sangrientos hechos, los
legionarios de las redes sociales están a la espera del apocalipsis, en forma
de muerte espantosa, para sacar a paseo teorías que creen bien sustentadas en
una racionalidad irrefutable de copia y pega o para desangrar el verbo con
violentos llamamientos de venganza. Mientras tanto el muerto, los muertos,
serán la alfombra pisoteada de la historia y sus familias y amigos, los grandes
olvidados del cuento. Pero ustedes, soldados del ejército fiel de internautas
feisbukeros y twitteros, a lo suyo. Guardar silencio ralentiza el éxito del
exhibicionismo.
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