Iván López Casanova
Cuenta Monika Zgustova que en 2008 asistió a una
reunión de antiguos presos supervivientes de lo que se ha llamado “el otro
Holocausto”, las víctimas del régimen de terror de los Gulags de Stalin que
superan a la de los judíos en la Alemania nazi. Allí le sorprendió la alegría
de un buen grupo de mujeres ̶ bastantes judías ̶ , y supo que
muchas compusieron poemas en sus campos de castigo y los memorizaron: «Entonces empecé a intuir el poder mágico que tiene
la belleza para una persona humillada».
¿Qué puede resultar positivo en una experiencia
tan degradante? Zgustova lo resume así en su libro Vestidas para un baile en la
nieve: «La amistad y la literatura fueron los dos refugios de las mujeres rusas
desterradas (…). Nadie puede imaginarse lo que para los presos significaba un
libro: ¡era la salvación! ¡Era la belleza, la libertad y la civilización en
medio de la barbarie!». Otro superviviente lo resume así: «La cultura ayudó a
la gente a sobrevivir».
A lo largo de esas páginas, sorprende mucho la
fuerza de la belleza para pasar por encima de la brutalidad y superarla. Por
ejemplo, resulta conmovedor el relato de Lina Prokófiev, por cierto, madrileña
de nacimiento, la primera mujer del genial compositor Serguéi Prokófiev. De
ella, narra otra internada: «Lograba percibir belleza a su alrededor; durante
los seis meses de invierno, cuando más allá del círculo polar no sale el sol,
veíamos cómo de pronto Lina se detenía y contemplaba el cielo». O también: «iba
al bosque a tirar la basura sin hartarse de contemplar los pequeños y
amarillentos alerces».
Curiosamente, estas experiencias coinciden con lo
relatado por el psiquiatra Viktor Frankl, pero ahora en el campo de
concentración de Auschwitz. Cuenta que después de un día de trabajo inhumano,
tirados en la crujía y muertos de cansancio, entra un interno y les dice que
salgan a mirar «una maravillosa puesta de sol». Lo relata así: «Allí, de pie,
vimos hacia el oeste unos densos nubarrones y el cielo entero plagado de nubes
que continuamente variaban de forma y color, desde el azul acero al rojo
bermellón». Y al final, ante tanta belleza, un preso exclama: «¡Qué hermoso
podría ser el mundo!».
Pero vuelvo a los Gulags rusos del círculo polar
ártico, para señalar otro aspecto valioso, al relato sobre Lina Prokófiev: «En
los campos, cada uno se tenía solo a sí mismo, su yo, su ética y su moral. Y
eso incluía el cuidado de todo lo demás y de su aspecto. Algunas mujeres, por
la noche, tras jornadas de doce y quince horas, se peinaban, se planchaban con
las manos los pantalones, los únicos que tenían y con los que después se
acostaban. Las que cuidaban de su aspecto velaban además por la pureza de su
comportamiento y extendían su buena influencia sobre las demás».
Tal vez ahora vivamos en un mundo azotado por
miles de estímulos que impiden el silencio, la atención, la contemplación de la
belleza, que dificulta las relaciones interpersonales profundas y que desestima
las normas éticas; en definitiva, habitamos una sociedad del cansancio, al
decir del filósofo Byung−Chul Han. En consecuencia, me parece necesario recordar
que solo con lucha interior conquistaremos la libertad moral para apuntar a lo
excelso en la ética y para construir grandes amistades; para ser capaces de
leer un par de horas seguidas, para percibir la belleza y lo sublime. Solo así
saldremos del campo de disipación interior al que empuja la crisis profunda de
la cultura en que vivimos.
Cuánta importancia posee la educación en la
belleza para las generaciones jóvenes a las que les han robado el silencio y el
asombro, sepultados por multitud de estímulos externos que cansan y aburren.
Los jóvenes necesitan oír hablar de ideales que dan motivaciones internas y
sentirse llamados a ser alguien único. O sea, de la belleza que siempre salva.
Iván López Casanova, Cirujano General.
Escritor:
Pensadoras del siglo XX y El sillón de pensar.
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