José Melchor Hernández Castilla
“En 1831, se editó en Hannover (Alemania) el libro
denominado “Die Canarischen Iseln nach ihrem gegenwärtigen Zustande, und mit
besonderer Beziehung auf Topographie und Statistik, Gewerbfleiss, Handel und
Sitten (Las Islas Canarias, según su estado actual y con especial referencia a
la topografía, estadística, industria y comercio y costumbres), escrito por el
que fuera cónsul británico en Tenerife, Francis Coleman Mac-Gregor (1783-1876).
Había nacido en Hamburgo, y su madre y su abuela materna eran de habla materna
alemana. Su estancia en Canarias debió situarse entre 1825 y 1830, ya que fue
nombrado como cónsul británico en 1825. El mismo recorrió el interior de
Tenerife y Gran Canaria, y visitó los lugares más destacados de La Palma, La
Gomera y Fuerteventura. Conocía muy bien el Puerto de la Cruz, La Orotava y La
Laguna. Entabló amistad con el ilustrado francés Sabino Berthelot; trató al
botánico británico Philip Barker Webb, al botánico y artista Alfred Diston, y
al escritor Prebendado Antonio Pereira Pacheco
(Batista Rodríguez, José Juan en 2005; en Coleman Mac-Gregor, Francis,
1831. “Las Islas Canarias, según su estado actual y con especial referencia a
la topografía, estadística, industria y comercio y costumbres”. Centro de la
Cultura Popular Canaria. Páginas 11-16).
El texto que exponemos corresponde al mencionado libro, capítulo 4, Usos y costumbres de los canarios, página 129:
“En la descripción que sigue a continuación, hemos intentado trazar un rápido esbozo de la vida, usos y costumbres y tradiciones de los habitantes de Canarias… Los campesinos, clase social que, desgraciadamente, es también la más oprimida en las Islas. Debido a los elevados tributos con que está gravada la propiedad rural, al campesino le ha tocado en suerte trabajar duramente y consumirse en la miseria. Como, además, la parte más considerable y mejor del suelo se halla en manos de la nobleza y el clero, en calidad de propiedad inalienable o menos muertas, resulta extraordinariamente reducido el número de campesinos que poseen bienes raíces, de manera que la mayoría de ellos debe abonar un enfitéutico al propietario de los terrenos… De manera, que este sistema mantiene a esa numerosa clase social en la mayor dependencia. Muchos de ellos poseen apenas lo necesario para cubrir su desnudez; sus hijos suelen corretear de un lado para otro sin ropa, aun cuando hace mucho frío, llegándoles a faltar incluso, de vez en cuando, en épocas de malas cosechas, el alimento necesario para acallar su hambre…
Es cierto que el gobierno español ha prohibido esta emigración; sin embargo, las autoridades jamás han intentado impedirla, ya que, de un lado, reconocen que es necesaria y, de otro, saben que en todas las épocas han tenido un efecto beneficioso para la economía de las Islas. Y en efecto, es necesaria, porque, en el marco de la presente estructura política, no hay trabajo ni pan suficientes para una población que está en crecimiento. Y también es beneficiosa porque la mayoría del dinero que circula en las Islas procede de América, donde se ha obtenido como pago al trabajo personal realizado allí por los isleños. Ciertamente, muchos de éstos vuelven, a menudo tras una ausencia de muchos años, con una cantidad de dinero ahorrada, que suelen emplear en la compra o en el cultivo de terrenos, o de cualquier otra manera provechosa. Sin embargo, desde la independencia de las colonias americanas, se han cortado las relaciones de los súbditos españoles con tierra firme, y los canarios se dirigen a la Habana, a donde llegan a miles cada año; pero, aparte de que muchos mueren allí por las fiebres, los que regresan a las Islas con dinero son los menos, porque allí el trabajo y las ganancias se han vuelto más difíciles ahora…
Las clases sociales bajas son extraordinariamente
supersticiosas, como es habitual en los pueblos montañeses; y, además de creer
firmemente en brujas, espíritus y presagios y todas las consejas por el estilo,
les tienen un miedo especial a los efectos del mal de ojo. Sin embargo, no
juzgan siempre este hechizo como un acto de maldad, sino que también creen que
un exceso de cariño o admiración ante un objeto pueden provocar el mismo efecto
perjudicial, que suele consistir en que se seca o muere todo aquello en lo que
recae tal hechizo. Sin embargo, cualquier cosa en forma de cuerno puede hacerlo
inofensivo y, por esta razón, suelen encontrarse con frecuencia con pedacitos
de hueso, tallado en aquella forma y colgados como amuletos en las frontaleras
de caballos y mulos; así, el campesino, cuyas viñas han sido bendecidas con abundante
fruto, se preocupa de preservarlas del efecto del mal de ojo, cavando alrededor
unas estacas, en cuyas puntas lucen cuernos de macho cabrío… Si un campesino
teme que una bruja esté cerca, vuelve hacia afuera la parte interior de la
pretina de su pantalón o, para asegurarse mejor, se quita del todo los
pantalones y se los vuelve a poner, después de haberlos vueltos del revés. Los
labradores consideran que este remedio es tan poderoso que ninguna bruja tiene
el poder de causarles ningún mal, mientras están protegidos así contra sus
hechizos. Poner una escoba detrás de la puerta es siempre recomendable, si se
quiere evitar a las brujas; pues, si ésta pisara el umbral, su primer intento
consistiría en privar a los niños pequeños de la respiración: así, cuando un
niño muere de repente, se considera siempre obra de las brujas. Espanto general
causa el graznido de un ave, que llaman apagado a causa de la similitud de esta
palabra con el sonido que emite en un tono chillón. Pertenece al género de las
lechuzas y, a la luz de la luna, se le ve, a veces, revoloteando en torno a las
casas, cuyos ocupantes temen su presencia, juzgándola el anuncio de una muerte
próxima. Otra superstición bastante extendida consiste en creer que a las almas
de los difuntos que no pueden encontrar descanso le es dado pasar al cuerpo de
los vivos y atemorizarlos con su presencia. Así, si se presentan ciertos
síntomas en un enfermo, se manda a buscar un animero, quien intenta expulsar el
alma intrusa; en parte, mediante conjuros, y, en parte, mediante el acto de
poner secretamente al fuego, en una encrucijada, en una olla, en la que hay
cuernos de macho cabrío, cascos de caballo y otro montón de cosas bienolientes.
Si arde el contenido de la olla, vuelve el animero a la habitación del enfermo
en una suerte de trance; abre de golpe la puerta y las ventanas, corretea sin
sentido aparente de un lado para otro y continúa con los conjuros, mientras le
sale espuma por la boca. No obstante, si el enfermo no se siente aliviado, esto
significa que el alma que ocupa su cuerpo no quiere marcharse y entonces el
charlatán se ayuda con la excusa de que alguien ha debido de haber visto arder
la olla. Esta cura no es nada barata, pues cuesta tres pesos; y la olla, uno
más. El mismo grado de confianza tiene el hombre común en la fuerza de las
reliquias, en las medallas consagradas y en los amuletos, como medios
infalibles contra las enfermedades, los accidentes y todo tipo de desgracias,
siendo difícil encontrar a una persona del pueblo que no se halle provista de
ellos. Por lo demás, tampoco faltan las videntes, las que adivinan mirando el
agua y todo tipo de servidores de la superstición, llámense como se llamen. Y
no mencionaremos a los amañados y charlatanes que ofician de médicos, y han
venido a estos remotos valles para llenarse los bolsillos a costa de la
credulidad reinante.
Como costumbres particulares merece la pena citar todavía las siguientes: las mujeres llevan todo tipo de cargas sobre la cabeza y, cuando están ocupadas con sus labores, suelen sentarse en el suelo con las piernas cruzadas, incluso las de las clases altas. Dan el pecho durante dos años, a menudo, incluso, hasta los tres años, a sus hijos y los llevan sobre la cadera izquierda, donde van sentados como si fueran a caballo, sirviéndoles de respaldo el brazo con que los sujeta su madre, costumbre que procede probablemente de la costa de África. Si un niño ha perdido a su madre en el parto, es amamantado por cabras u ovejas, bajo cuya ubre se le sostiene para que mame. Sólo entre los niños se permite la costumbre del beso en la boca; todas las demás personas se abrazan sin besarse, salvo que estén solas y mantengan una relación amorosa. Entre los dos sexos de todas las clases sociales, existe la casi general costumbre de dormir, en verano, sin ropa. Ricos y pobres, viejos, mujeres y niños, todos sin excepción, fuman o toman rapé; sobre todo lo último constituye la fea costumbre de las muchachas de casi todas las clases sociales. De la misma manera, hombres y mujeres piden al viajero la colilla del cigarro, que éste aún tiene en la boca; suelen las mujeres implorarle, por el amor de Dios, un par de peniques para rapé. Los distinguidos fuman cigarros habanos; de resto se fuma siempre tabaco, bien en unas pipas muy pequeñas, hechas de madera y recubiertas de plomo, bien en papel de fumar. Y en muchas personas es tan grande la necesidad de fumar, que preferirían perder su almuerzo antes que sus cigarros…
Los bailes empiezan, normalmente, con el Carnaval, esto es,
el domingo antes de Navidad, y la mayoría son públicos… Se bailan contradanzas
españolas y francesas, pero muy lentamente debido al calor. Los bailes
propiamente canarios y los populares españoles están totalmente desterrados de
estas reuniones sociales. Aunque no hay profesores de baile en las Islas; sin
embargo; las damas bailan bien, porque les gusta; y si, en ocasiones, se echa
de menos que sus movimientos sean más cimbreantes, el arte de que carecen lo
compensan, en conjunto, con su gracia natural. En los bailes más importantes y
a falta de orquesta, se las arreglan con un piano, cuyas notas se refuerzan por
medio de algunos violines. En tales ocasiones, mientras las madres, sentadas en
derredor, formando una larga fila pegada a la pared, tratan unas con otras de
sus asuntos domésticos y, al mismo tiempo, tienen un ojo atento a los
movimientos de sus hijas, que se divierten bailando. Los viejos se dirigen a
una estancia contigua para fumar y probar suerte en el juego de azar favorito
(el monte). Éste no consiste en otra cosa que en apostar a que carta
determinada será alzada por el que hace de banca antes que otra concreta. Al
observar la pasión con la que los canarios se entregan a todos los juegos de
azar, y especialmente a éste, llegamos a comprender cómo, en no pocos casos,
familias enteras se ha arruinado a consecuencia de esta afición…
La pasión de los canarios nunca adopta un carácter romántico o elevado, sino que se muestra siempre como algo tranquilo y cotidiano, pues los anales de su historia no mencionan siquiera raptos, los cuales son tan inauditos como los duelos. No obstante, si un joven, seguro de que su amada le corresponde, quiere casarse con ella, pero no puede obtener el consentimiento de sus padres, procede de la siguiente manera, tan cómoda como civilizada, sin que sea necesario, ni mucho menos, hacer un viaje en carruaje de posta hasta Gretna: el joven se presenta ante el alcalde del pueblo y realiza una declaración que se asienta en un acta. Luego, el alcalde, basándose en el poder de su cargo, les reclama la doncella a sus padres en nombre de su mandante, los cuales están legalmente obligados a entregarla, con tal de que se cumplan los requisitos de que el pretendiente sea un cristiano católico, que tenga medios para mantener a su mujer y que sea de la misma clase social que su futura esposa. Luego, se procede a la entrega y alojamiento formales de la muchacha en casa de unos parientes o, en caso de que no los tenga, en la casa del mismo alcalde, y, después de un plazo determinado, se sigue el casamiento. Por este motivo, suelen originarse, con mucha frecuencia y desgraciadamente, discordias en el seno de la familia, ya que rara vez son los padres lo suficientemente razonables como para reprimir su sensibilidad herida y perdonar a los jóvenes este enamoramiento” (Coleman Mac-Gregor, Francis, 1831; 2005. “Las Islas Canarias, según su estado actual y con especial referencia a la topografía, estadística, industria y comercio y costumbres”. Centro de la Cultura Popular Canaria. Páginas 129-131; 148-150; 160; 164).
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