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jueves, 19 de noviembre de 2020

LAS FIESTAS DE SAN PEDRO DE GÜÍMAR EN 1827, SABINO BERTHELOT

José Melchor Hernández Castilla

Sabino Berthelot (1794-1880), de origen francés, científico naturalista, historiador y etnólogo. Residió en La Orotava desde 1819/20, para luego establecerse en Santa Cruz de Tenerife. Desarrolló su trabajo en Canarias, en distintos campos como la Botánica, la Historia, la Antropología Aborigen y la Etnografía. Entre sus libros destaca:

1)         Etnografía y Anales de la Conquista de las Islas Canarias, publicado en Francia en 1842 y en español en 1978.

2)        Antigüedades Canarias (1879 en Francia; 1980 en español).

3)        Recuerdos y Epistolario (1880; 1980).

4)        Primera Estancia en Tenerife, 1820-30 (1980).

5)         Historia Natural de las Islas Canarias, junto con el inglés Philip Barker Webb (10 tomos), 1835-

1850. El libro Misceláneas forma parte de esta gran obra, que fue redactada exclusivamente por el francés, donde destacan las ilustraciones del inglés J. J. Williams

Sabino Berthelot participó en el desarrollo de la educación, de la industria, de la agricultura y del comercio de las Islas. Así, se le asigna como agente consular interino de Francia en Santa Cruz de Tenerife (1847), y en 1874, cónsul de primera. En 1876, es nombrado hijo adoptivo de Santa Cruz de Tenerife.

En junio de 1827, Sabino Bertelot acude a la Fiesta de San Pedro de Güímar: “Hacia finales de junio de 1827, salí de La Orotava con un grupo de romeros para asistir a la fiesta (o tafaska) de San Pedro, que los habitantes de Güímar se disponían a celebrar… Llevábamos excelentes mulas, y nuestra cabalgata avanzaba a buen trote, sin que fueran obstáculos las dificultades del camino. Acabábamos de cruzar el bosque de Aguamansa, y los peñascos de Los Órganos se levantaban ante nosotros como los muros de una fortaleza. Después de haber bordeado estas escarpaduras, entramos en un angosto paso a través del cual llegamos al llano de Maja, donde nos detuvimos. Los pastores de la Isla no se atreven jamás a atravesar solos ese paraje volcánico porque en el mismo aseguran que se reúnen las brujas al filo de la media noche. Yo conocía ya el llano de Maja por haber acampado allí durante mi primera excursión al pico Teyde. Y me percaté del pánico de mis guías; gente, por otro lado, muy animosa y decidida durante el día, pero temerosos de lo lindo en medio de las tinieblas; los silbidos del invierno, el balido de los cabrones, que repetía el eco, resonaban en sus oídos, como voces que convocaran al aquelarre.

Allí se habló del baile de las brujas, de apariciones nocturnas, de aventuras sobrenaturales y de extrañas fantasmagorías. Pero ahora (vuelvo junto a los romeros), la escena no tenía nada de medrosa, El Sol destellaba en las cumbres que rodena el llano, los componentes de la expedición mostraban gran contento y cada uno se aprestó a tomar el desayuno que se acababa de sacar de las alforjas. Aquella comida, tomada en un áspero llano situado a dos mis toesas de altura sobre el nivel del mar, no dejaba de tener su lado pintoresco. Las nubes acumuladas en las laderas por la que habíamos ascendido, nos ocultaban las tierras bajas, y La Cumbre, esa alta región de la Isla, parecía surgir del seno de las nubles. 

Los arrieros, formando grupo a pocos pasos de nosotros, cantaban a grito pelado y bebían frecuentes tragos, mientras sus mulas ramoneaban las retamas en flor… Pronto llegamos al pueblo que habíamos divisado mientras descendíamos al valle. Todo el vecindario estaba ocupado en los preparativos de las fiestas. Las calles que desembocaban en la iglesia aparecían adornadas con ramas verdes, y, en la plaza mayor, guirnaldas de flores, arcos confeccionados con ramas, ricas colgaduras con escenas de la vida del santo apóstol decoraban los muros de la iglesia y las fachadas de las casas. Cortinajes de damasco colgaban de las ventanas. Los árboles que se habían plantado a lo largo del trayecto procesional formaban ordenados paseos que después se prolongaban en laberinto por las calles adyacentes… Con las primeras luces del amanecer la algazara de los romeros puso fin a mis ensoñaciones. A esa hora, desde todas partes del valle ya acudía gente a la fiesta. Las tapadas (mujeres de clase alta, que no quieren ser reconocidas), cubiertas con sus blancas mantillas (que llevan sobrepuestas sobre su sombrero de fieltro, les cubre la cara), daban vueltas por la plaza a fin de intrigar a los galanes. Las cofradías de fieles obstruían los accesos a la iglesia y se trasladaban en masa hacia la capilla de San Pedro, donde iba a organizarse la procesión. Mas concluida la ceremonia, el pueblo volvió a sus diversiones. El baile y los juegos comenzaron con gran animación. Y el gentío, entusiasmado, buscó nuevos motivos de divertimiento. En espera de los luchadores, se formó un corro en la explanada. Al poco, dos vigorosos atletas se presentaron en el terreno; después de observarse un instante, se inclinaron el uno sobre el otro y se enlazaron como dos culebras. Los espectadores guardaron el más profundo silencio: mientras los luchadores se agarraban, nadie se atrevió a animarlos con gestos, o voces, ya que allí estaban los dos bandos presentes, el de Güímar y el de Arafo, y cada uno estaba a favor de los suyos. El luchador que había quedado en pie, y por lo tanto, vencedor, era un zagal de la localidad, de mediana estatura, macizo, todo nervio y más fuerte que un roque. Había tumbado sucesivamente a dos adversarios y se había sentado en medio del terrero, listo para luchar por tercera vez, cuando se presentó un hombre de Arafo. A la vista de aquel formidable atleta, temí por el menudo pastor. El recién llegado era un buen mozo de treinta años, de forma hercúlea, anchas espaldas y pecho velludo. Así y todo, el pequeño pastor lo miraba de arriba abajo sin inmutarse y aceptó el desafío. 

La lucha fue más bien breve: el atleta de Arafo, nada más agarrar su joven adversario, fue levantado por éste a un pie del suelo y derribado como si fuera un fardo. El vencido se retiró muy confuso por su derrota y fue a reunirse con sus desolados compañeros. Tras ese combate gimnástico, le llegó el turno a los gallos. Mis compañeros de romería me llevaron a un edificio vecino que se conoce con el nombre de “casa de la gallera”. Se había levantado un estacada circular del patio. Los apostadores permanecían por fuera del palenque, mientras que los curiosos tomaban su asiento en las galerías superiores. Los gallos destinados a la pelea permanecían en jaulas cubiertas, colocadas alrededor del circo… La fiesta llegaba a su término y todos iban yéndose a su morada. Mis compañeros de romería debían emprender la marcha durante la noche para evitar el calor. En cuanto a mí, que no quería regresar a La Orotava por el mismo camino, partí al día siguiente con mi fiel herreño. Descendimos por el valle hasta la playa de Chimisay y nos detuvimos un rato en la cueva de Chinguaro, encima de la cueva para visitar la antigua ermita de la Virgen de Candelaria. Está situada al borde del barranco, encima de la cueva; un cuadro decora el fondo: la pintura representa a la madona y a Antón el ermitaño, ambos con ropas bordadas; dos guanches de piel roja están allí como en éxtasis. El salitre y la humedad de la pared han deteriorado esta pintura, pero el arte no ha perdido nada. Había partido de Güímar con la intención de hacer a pie el camino hasta La Orotava, por el Norte de la isla, pero mi herreño me aconsejó seguir por las laderas de las montañas y después descender hasta la planicie de Los Rodeos. Así, pues pasamos por Candelaria sin detenernos y ascendimos por la ladera para tomar un sendero que nos llevaría hasta la Esperanza. Este pueblo es uno de los más altos de la vertiente oriental. El aire allí es puro y fresco, y los pinares que lo dominan y los cultivos que lo rodean le comunican un sugestivo aspecto. En una primera impresión, un europeo creería encontrarse en un lugar de los Altos Alpes, ya que allí pueden verse en gran parte las mismas formaciones vegetales, los mismos productos de la tierra, chozas y casas rústicas como en algunos lugares de Saboya. Después de dos horas de descanso en una finca, donde comimos, continuamos la marcha hacia Los Rodeos, entonces cubiertos de espléndidos trigales. Las codornices levantaban el vuelo a nuestro paso. A medida que atravesábamos la planicie, bandadas de pájaros se posaban en los campos, mientras que los milanos y cernícalos planeaban sobre nuestras cabezas en acecho de su presa. Declinaba el Sol cuando dejamos atrás los llanos de Los Rodeos y tomamos el camino de La Orotava. El gorjeo de los pájaros había cesado y ya no oíamos más que al alcaraván cuyos gritos lastimeros se oían de cuando en cuando. Pasé la noche en el pueblo de La Matanza, y al día siguiente, por la mañana, ya estaba de regreso en mi residencia” (Sabino Berthelot, 1827. “Misceláneas” -1839-, Páginas 99-104)

   Bibliografía.

-          Académicos de la Real Academia de Academia de Bellas Artes de San Miguel Arcángel Berthelot, Sabino. https://racba.es/listado/berthelot-sabino/

-          Berthelot, Sabin (1839, 1997). “Misceláneas Canarias. Las Fiestas de San Pedro de Güímar”. Francisco Lemus Editor. Páginas 99-104.  

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