Salvador García Llanos
Como los carnavales de 2020 van a ser recordados como una
crónica de sucesos, incluyamos en ella la práctica desaparición de la máscara,
una figura fundamental en otras épocas pero que fue palideciendo hasta ver
difuminados hasta perder sus valores. Que los tenía, vaya que sí.
Máscaras eran las que improvisaban un disfraz. O lo
preparaban con todo lujo de detalles. Fundamental el antifaz, para ocultar la
identidad. Y para hacer más notorio el falsete de voz.
Máscaras eran hombres que simulaban movimientos y
contoneos, con instinto ligón o con ánimo de diversión, simplemente. Solteros y
casados en busca de una aventura, en bailes apelotonados -los baños turcos,
llegaron a bautizar los que se celebraban por todo lo alto en el antiguo cinema
Olympia, del Puerto de la Cruz- o en cualquier local donde el desenfado se
vestía de cualquier cosa y hablaba cualquier idioma. Máscaras eran también
mujeres que salían solas o en parejas o en grupos, según conviniera, a tiro
hecho -esto es, quedar ya con otros 'enmascarado'- o lanzadas a la aventura, al
desenfreno, al roce -a los roces- de una noche, a la engañifa, al frenesí...
Máscaras eran jóvenes de ambos sexos que ocultaban bajo el
antifaz y el disfraz los instintos y los afanes de libertad, el goce de los
prohibido.
Eran otros tiempos, desde luego. Pensar que los carnavales
estuvieron proscritos... Ello contribuyó a que la máscara se expandiera o se
multiplicara. Cuando las restricciones fueron disminuyendo -desde las
regularizadas Fiestas de Invierno a la apertura natural porque esto es lo que
quiere el pueblo- se interpretó que no tenía mucho sentido ocultar la
identidad. Que lo que se quería, se podía hacer sin necesidad de antifaces y
falsetes. Otras mentalidades. Otros modos de diversión. Otros desenfados. Otras
osadías. Con el tiempo, se diluirían en el regocijo y en el bullicio popular.
Pero en 2020 se contrasta que cada vez hay menos máscaras.
No se las ve. Y si alguna se atreve, no se detiene. Cierto que su desaparición
no ha mermado el ambiente carnavalero y lúdico pues, por fortuna, la
popularización ha tenido un efecto multiplicador considerable. Pero, con menor
o mayor nostalgia, se echa en falta aquel ser carnavalero no identificado,
mujer u hombre, que hacía malabares para ser y divertirse sin estar. Es como si
definitivamente hubiera fenecido la máscara, elemento protagonista de la fiesta
que desafía todos los imponderables con tal de dar rienda suelta a los
instintos y los propósitos de diversión.
Y a quienes se resisten y aún pululan, mucho mérito que
debe ser ponderado.
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