Salvador García Llanos
Las primeras reacciones eran de no dar crédito a aquel
hecho consumado: a Pedro Esteban Rodríguez Perdomo (Puerto de la Cruz, 1945-La
Victoria, 2020) se le paró el corazón, que no admitió discusión. Igual, si
hubiera transigido o asumido algunos matices, hubiera dejado pasar la ocasión.
Porque Perdomo no perdía las discusiones, ni una sola de las que promovía,
entablaba o era invitado. Él fue el discutidor que podía presumir de no haberse
inclinado jamás: siempre encontraba alguna razón o algún argumento para salir
airoso. Y cuando desconocía la materia, prefería callar o no intervenir. Todo
lo más: “De eso no hablo porque no entiendo”.
Se nos fue en una tarde de sábado, mientras cumplía con uno
de sus rituales amistosos: degustar un buen pescado, echarse un vasito de vino,
calcular la aportación para abonar la cuenta y rematar con un pastel... a
esperar al próximo sábado. Bueno, no: al domingo para seguir otra ruta, con los
mismos o con otros amigos. La noticia circuló hasta la conmoción, hasta la
incredulidad y el lamento generalizado.
Porque era un personaje popular, un contable profesional de
la hostelería, un futbolero entendido, un madridista de pro, un crítico
permanente, un portuense estoico, un puntal de sus convicciones ideológicas
progresistas y religiosas católicas.
Fue de los últimos soldados del cuartel de San Agustín, en
La Orotava, desde pasó al departamento de Administración y Contabilidad del
hotel 'Las Vegas', en el que se mantuvo durante décadas. Luego incursionó con
su amigo Francisco Reina en la iniciativa privada. Le gustaba cumplir con los
compromisos que asumía y cuando accedió a la coordinación general de servicios
de la empresa pública 'Pamarsa' no quebró ese principio. Hasta su jubilación.
Enamorado del fútbol de cantera, dedicó notables empeños en
el infantil Puerto Cruz, en el juvenil Taoro y en el juvenil San Felipe,
equipos con los que se identificó abiertamente. Colaboró también con Alberto
Hernández Illada cuando éste presidió el C.D. Puerto Cruz, en su última etapa
de esplendor. Era de los que ponía su coche a disposición del club para
trasladar a jugadores y, más de una vez, a los directivos y aficionados.
Fue un superviviente de aquel infausto accidente
automovilístico en la madrugada de un Viernes Santo, cuando el furgón que
conducía José Antonio Peláez se dirigía, con otros jóvenes ocupantes, a la
célebre procesión del Encuentro en La Orotava.
Trabó amistad con Gregorio Ávalos, aquel acuarelista
precursor de The Beatles, que se afincó en el Puerto de la Cruz y vivió de
cerca algunos partidos decisivos del primer representativo balompédico
portuense y el célebre episodio del bicho en el barranco Godínez de Los
Realejos.
-Jesús, señor Perdomo, ¡qué coche más estirón!-, le dijo
Ávalos cuando se dirigían a Las Cañadas.Y cuando ambos invitaron a unas
extranjeras a champán en el viejo “Dinámico”:
-Oiga, señor Perdomo, no quisiera encontrarme con bragas de
hojalata.
La plaza del Charco fue su habitat natural.Enemigo de las
concentraciones, se retiraba discretamente o se ponía en un rincón inaccesible
cuando se producía alguna de ellas, programada o espontánea. Esa plaza, médula
espinal de lo portuense, fue el escenario de muchas de las discusiones que
entabló y de los miles de chistes que memorizaba. Perdomo fue otro de aquellos
habituales de las largas, larguísimas tertulias nocturnas que otro paisano
singular, Gilberto Hernández Linares, tuteló, bajo los laureles y las palmeras,
durante años y años.
Religioso -iba a misa todos los días-, cinéfilo -hasta bien
entrados los ochenta-, estricto y pertinaz, Rodríguez Perdomo, con algunos
achaques que, en todo caso, no hacían temer tan fatídica suerte, saboreó sus
últimas exquisiteces, pero no quiso entrar en discusión.
Esta vez, su corazón había ganado la posición.
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