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domingo, 16 de febrero de 2020

EL HOMBRE QUE NO PERDIÓ DISCUSIÓN ALGUNA


Salvador García Llanos

Las primeras reacciones eran de no dar crédito a aquel hecho consumado: a Pedro Esteban Rodríguez Perdomo (Puerto de la Cruz, 1945-La Victoria, 2020) se le paró el corazón, que no admitió discusión. Igual, si hubiera transigido o asumido algunos matices, hubiera dejado pasar la ocasión. Porque Perdomo no perdía las discusiones, ni una sola de las que promovía, entablaba o era invitado. Él fue el discutidor que podía presumir de no haberse inclinado jamás: siempre encontraba alguna razón o algún argumento para salir airoso. Y cuando desconocía la materia, prefería callar o no intervenir. Todo lo más: “De eso no hablo porque no entiendo”.

Se nos fue en una tarde de sábado, mientras cumplía con uno de sus rituales amistosos: degustar un buen pescado, echarse un vasito de vino, calcular la aportación para abonar la cuenta y rematar con un pastel... a esperar al próximo sábado. Bueno, no: al domingo para seguir otra ruta, con los mismos o con otros amigos. La noticia circuló hasta la conmoción, hasta la incredulidad y el lamento generalizado.

Porque era un personaje popular, un contable profesional de la hostelería, un futbolero entendido, un madridista de pro, un crítico permanente, un portuense estoico, un puntal de sus convicciones ideológicas progresistas y religiosas católicas.

Fue de los últimos soldados del cuartel de San Agustín, en La Orotava, desde pasó al departamento de Administración y Contabilidad del hotel 'Las Vegas', en el que se mantuvo durante décadas. Luego incursionó con su amigo Francisco Reina en la iniciativa privada. Le gustaba cumplir con los compromisos que asumía y cuando accedió a la coordinación general de servicios de la empresa pública 'Pamarsa' no quebró ese principio. Hasta su jubilación.


Enamorado del fútbol de cantera, dedicó notables empeños en el infantil Puerto Cruz, en el juvenil Taoro y en el juvenil San Felipe, equipos con los que se identificó abiertamente. Colaboró también con Alberto Hernández Illada cuando éste presidió el C.D. Puerto Cruz, en su última etapa de esplendor. Era de los que ponía su coche a disposición del club para trasladar a jugadores y, más de una vez, a los directivos y aficionados.

Fue un superviviente de aquel infausto accidente automovilístico en la madrugada de un Viernes Santo, cuando el furgón que conducía José Antonio Peláez se dirigía, con otros jóvenes ocupantes, a la célebre procesión del Encuentro en La Orotava.

Trabó amistad con Gregorio Ávalos, aquel acuarelista precursor de The Beatles, que se afincó en el Puerto de la Cruz y vivió de cerca algunos partidos decisivos del primer representativo balompédico portuense y el célebre episodio del bicho en el barranco Godínez de Los Realejos.

-Jesús, señor Perdomo, ¡qué coche más estirón!-, le dijo Ávalos cuando se dirigían a Las Cañadas.Y cuando ambos invitaron a unas extranjeras a champán en el viejo “Dinámico”:

-Oiga, señor Perdomo, no quisiera encontrarme con bragas de hojalata.

La plaza del Charco fue su habitat natural.Enemigo de las concentraciones, se retiraba discretamente o se ponía en un rincón inaccesible cuando se producía alguna de ellas, programada o espontánea. Esa plaza, médula espinal de lo portuense, fue el escenario de muchas de las discusiones que entabló y de los miles de chistes que memorizaba. Perdomo fue otro de aquellos habituales de las largas, larguísimas tertulias nocturnas que otro paisano singular, Gilberto Hernández Linares, tuteló, bajo los laureles y las palmeras, durante años y años.

Religioso -iba a misa todos los días-, cinéfilo -hasta bien entrados los ochenta-, estricto y pertinaz, Rodríguez Perdomo, con algunos achaques que, en todo caso, no hacían temer tan fatídica suerte, saboreó sus últimas exquisiteces, pero no quiso entrar en discusión.

Esta vez, su corazón había ganado la posición.

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