Javier
Lima Estévez. Historiador
Las
ordenanzas de la isla de Tenerife, recopiladas por el licenciado Juan Núñez de
la Peña en 1670, serían objeto de atención del recordado profesor universitario
y destacado investigador sobre el derecho, la historia y la genealogía, José
Peraza de Ayala y Rodrigo-Vallabriga (1903-1988), tal y como se puede advertir
en Obras de José Peraza de Ayala: selección 1928-1986, fuente del presente artículo.
En
el título X de las veinticinco que comprende tal relación encontramos algunas
disposiciones en torno al uso y la explotación del agua en la isla tinerfeña,
destacando desde el primer párrafo la necesidad de actuar en torno a la
conservación de un recurso limitado para la población y garantizar asimismo su
distribución para el ganado y la agricultura. Se exigía contar con un maestro
de aguas, estableciéndose que fuera una persona que pudiera encargarse de la
conservación y reparación ante cualquier desperfecto. Por otra parte, los
Diputados de los Meses tendrían la obligación de visitar las aguas que
provenían desde las fuentes de la ciudad, con periodicidad bimestral,
estableciendo algunas características en torno a los costes derivados de su mantenimiento
y la necesidad de su vigilancia y reparación en caso de ser necesario.
De no
cumplir con esa petición podrían ser sancionados o, incluso, no recibir dinero
por su trabajo. También se establecían penas en cuanto a la posible
construcción de carreteras sobre los caños, así como la prohibición de no arar
ni cavar sobre los mismos para evitar cualquier desperfecto que pudiera derivar
en pérdida de agua. Las ordenanzas también eran directas respecto a la
prohibición de subir a las fuentes.
También, para garantizar la calidad del
agua, se prohibía la utilización de elementos sucios que pudieran estar
destinados a su captación. Se limitaba la aproximación del ganado a los
nacientes y la posibilidad de poder realizar cualquier tipo de fuego en su
entorno. Por otra parte, se prohibía el corte de árboles junto a las aguas, con
pena económica (2.000 maravedíes) o física (100 azotes) en el caso de
advertirse tal práctica.
Además,
las ordenanzas eran rotundas en torno a la captación del agua y su relación con
el ganado, pues se prohibía lavar en el mismo lugar que fuera destinado para
tal efecto y, asimismo, se establecían sanciones económicas para aquellos que
pudieran tomar agua sin la oportuna autorización.
Al
mismo tiempo, se prohibía ejecutar cualquier acción que pudiera derivar en
pérdida de agua, así como el establecimiento de algunas consideraciones y
recomendaciones a tener en cuenta por parte de los carreteros, con la finalidad
de limitar su aproximación a los pilares donde se ubicara el agua. Las restricciones
respecto al corte de árboles en la proximidad del naciente del agua sería algo
muy estricto, llegando a establecerse sanciones económicas (de hasta 1.000
maravedíes) para aquellos que pudieran realizar algún corte, elevándose la
penalización en el caso de repetirse tal acción.
En
cuanto a los abrevaderos se establecía la necesidad de mantener una limpieza y
orden. Por otra parte, en atención a los propietarios de huertas por las que
transcurriera algún canal de agua, se advertía que tuvieran en cuenta tal
circunstancia y que no fueran “osados de trastornarlas, ni horadarlas, ni
verter, ni tomar el agua para su heredamiento”, con sanciones en el caso de no
respetar ese principio.
Se
prohibía el vertido de cualquier tipo de basura a la laguna o la posibilidad de
realizar aserraderos en su entorno. Además, se manifestaba la necesidad de
disponer de un alcalde del agua para regir las heredares. En el caso particular
del municipio de La Orotava, las ordenanzas incluyen la necesidad de disponer
de un repartidor de tal recurso, con cargo “de repartir las aguas entre los
herederos, e dar a cada uno su dula”.
Cuestiones
en torno a la reparación de las acequias, entre otros detalles, definen el
interés por conservar y garantizar el agua en sus diversas manifestaciones en
una época no tan lejana.
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