Agustín
Armas Hernández
Según
cierto popular adagio: <<Un pueblo feliz no tiene historia». Pero en
estos días, trombas de agua, corrimientos de tierras, seísmos y terremotos, son
noticias muy frecuentes que los medios de comunicación, entre otras buenas, nos
imparten. Pocos días, o ninguno, se libran de una u otra calamidad, y estas
negras noticias son al mismo tiempo ocasión de que aprendamos más geografía,
algo sin duda provechoso.
Que
Dios aparte estos azotes de nuestras pequeñas islas; pero no ignoramos que
nuestros marinos y pescadores han tenido que enfrentarse, desde hace tiempo,
con las olas del mar bravío. Este océano tenebroso, que hasta Cristóbal Colón
no se atrevía a cruzar.
Al
presente, se va construyendo en la ciudad turística un parque marítimo, cosa
que no podían imaginar nuestros pobres y sacrificados pescadores de antaño. Es
archiconocido que este Puerto de la Cruz ha tenido como siempre cierto
atractivo y especial encanto.
Quien lo visita —turista extranjero,
peninsular o isleños—queda casi siempre impresionado por ese embrujo o sutil
hechizo, que lo hace inolvidable. Sabemos que don Agustín Álvarez Rixo, y otras
hábiles plumas describieron la historia de este pueblo, sus personajes y
avatares. Podemos decir que, antes de las modernas construcciones, cada rincón
de esta población tenía su particular encanto. El muelle portuense fue en otros
tiempos —desde que desapareció, en 1706 el de Garachico por erupción volcánica—
uno de los más importantes del Archipiélago. Su momento álgido, el de más
movimiento, fue desde finales del siglo XVIII hasta mediados del siglo XIX.
Desde entonces aún siguió teniendo cierta importancia hasta la tercera década
del siglo XX. El muelle se construyó pequeño y donde actualmente está ubicado, pues,
aunque el sitio fuese estrecho, era, no obstante, el más apropiado. El mar
embravecido en esta costa y los escasos medios técnicos y económicos no
permitían otra cosa.
Puesto
que no podían atracar los grandes navíos, el enlace con tierra se hacía por
medio de grandes lanchones.
Según
avanzaban las técnicas en los medios de transporte y se construían las
asfaltadas carreteras, fue perdiendo protagonismo el pequeño puerto portuense.
Todo el tráfico marítimo pasó a Santa Cruz que se convirtió en el puerto
indiscutible de toda la isla.
Desde niño comencé a pensar que éste, mi
pueblo, era un lugar privilegiado, donde Dios había derramado sus bendiciones.
Comprendo que ahora quizás no las merezcamos por nuestra conducta, pero siempre
podemos arrepentirnos y volver a las sanas costumbres de nuestros antepasados.
Desaparecieron los extensos platanales que rodeaban al pueblo con su exuberante
verdor; pero los soberbios edificios hoteleros han traído la riqueza a la
población y a todo el valle de La Orotava. El Ayuntamiento está, con generosas
expensas, y muchos sacrificios va llevando a cabo el parque marítimo. Que,
aunque tarda mucho en comenzar, esperamos sea otro atractivo turístico, que
embellezca la ciudad y atraiga más numerosos visitantes.
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