Agustín
Armas Hernández
Celébrense,
todos los años, «la jornada por los enfermos». Aunque todos lo estamos en algún
grado, se trata de los que guardan cama, o bien están recluidos en hospitales,
asilos o se hallan inválidos, o finalmente oprimidos por la vejez. Aunque mi
progenitora está ya difunta (que Dios guarde en paz), estuvo largo tiempo entre
los enfermos, tanto pasajeros, como terminales. Quiero aquí recordar mis
sentimientos mientras ella padecía, para que todos los pacientes confíen más en
el Señor, y acepten las pruebas del destino con amor y resignación, ¡pues hay
otros lugares deliciosos en otros mundos! Con lágrimas en los ojos retenidas/
con el corazón, sangrante/ el alma angustiada, reprimida/ inmerso en desilusión
constante/: en un mar de amarguras desasistida/ a la clínica cada día iba a
visitarte/; en tu postrer lecho te encontraba entristecida/ ¡¡maldita
enfermedad llegué a odiarte/!! Disimular el dolor querías/ el que a mi corazón
hería/ ¡mas no podías/! pues por repercusión yo lo padecía/ de veras madre, nunca
la fe perdía/ pues esperaba la sentencia establecida/. Te contaré el por qué:
aunque ahora tú lo recuerdas todo ¿verdad, madre? Algunos años atrás sufriste
dolencias en tu cuerpo (que no fueron las últimas), te sentías enferma (bien lo
sabes), acudimos a un prestigioso médico de Santa Cruz. Muchos análisis te
hicieron, más...
Todo parecía inútil, no había remedio. Así me dijeron varios
galenos. El primero nos mandaba al segundo, éste al tercero y así sucesivamente
todos coincidían en su clínico veredicto. Por los análisis.... algo que no es
bueno mortifica el cuerpo de tu madre, concluían: sólo tratamiento y lo que
Dios quiera. Ante este panorama, ¿qué podía hacer yo, por ti, la que me
llevaste en tus entrañas? ¡Mucho después de todo!, antes de proseguir recordaré
un dicho bíblico que dice: «no es de toda la fe».
Por lo tanto, lo que ha
con-atenuación te contaré, a ciertas personas quizás no les guste o no lo
creerán, pero muchos recibirán consuelo. Acudí a la Madre del Cielo, a la
Virgen Dolorosa, la que intercede ante el Padre Eterno cuando le pedimos
—angustiados— algún favor. Era el más grande que en mi vida le había pedido,
«tu salud, corporal». Ante su altar de hinojos, con el corazón constreñido,
cabizbajo y meditabundo.
Concéntrame en piadosa oración. Pido una y otra vez
que te deje algún tiempo más, con nosotros; que no te llevara, todavía.
Levanté la cabeza, pues me sentía como observado. ¡Qué sorpresa, Dios mío! El
rostro de la Virgen parecía tenuemente iluminado y cual, si sonriera, con sus
rosados labios. Sentí de súbito todo mi cuerpo estremecerse, me pareció como si
oyese: «Vete en paz hombre, la tendrás contigo». ¿Cuánto? No lo inquirí, pues
la amargura transformada en gozo hízose olvidar tal cosa.
No obstante, todo en
esta vida pasa, y fatalmente también el tiempo añadido. Nos pareció corto, y
sin embargo se te concedieron, madre, unos quince años, como al profeta
Ezequías (Is. XXXVIII; 5). Otra cosa quiero decirte —última ésta—: Un día que
fui a verte, en el lecho estabas triste y dolorida. Quise animarte, pero...
jamás herirte. Sabedor de lo que te gustaba contemplar el mar, en días
espléndidos y con sol radiante, te dije: «El mar está hoy más bonito que
nunca»; ¡me miraste con tristeza y entre suspiros contestaste: ¡Hay el mar!
¡Quién pudiera volver a verlo! No pudieron articular mis labios lo que sentía:
«Otros mares más puros y azules los hay ¡madre! Es ahora ella quien podría
decirme: «Sí, Dios tiene preparados cielos nuevos, y nuevas tierras para
quienes le aman» (Apoc. XXI;1). «Y verás además mares transparentes como el
cristal, y azules cual zafiro» (Exodo XXIV; 10 - Apoc. XV;2). Hablamos siempre
de «esta vida» y <<este mundo». Luego existe «otra vida» y «otro mundo»
¿no es así?
No hay comentarios:
Publicar un comentario