Vaya por delante que mi intención es bajar de su pedestal, desmitificar,
a un mito llamado Michael Phelps. Por
mucha parafernalia que le hayan añadido a Michael Phelps, ese atlético nadador
que se ha bebido todas las medallas de oro—menos una, que se la birló un
chiquillo procedente de Singapur--, a mí me parece que Phelps, con esa cara de
pánfilo que Dios le dio, es un ente humanoide, un robot, una caricatura del
hombre araña. A Michael Phelps, nada más salir del claustro materno, por su
manera de mover y sacar sus manos, desde que rompió aguas su feliz mamaíta, los
conspicuos especialistas deportivos dijeron: “éste, ¡pa natación!”.
A partir de ahí, el niño Michael Phelps fue creciendo
físicamente, pero sentimental y sicológicamente se constituyó y devino en un
grandullón infantiloide de marca mayor, y nunca mejor dicho. En vez de aprender
en el jardín de la infancia las obscenidades que aprenden y dicen todos los
peques, a este Michael Phelps le enseñaron una retahíla inaguantable; es decir,
que en vez de caca, pis y mama tetas (dos), le obligaron a pronunciar
repetitivamente “piscina, piscina, piscina”.
Michael Phelps, tío, permíteme que te tutee: confieso que me
has decepcionado, la vida tiene otras metas además de las de llegar primero después
de recorrer cientos de metros, como un orate, ‘pacá y pallá’, en un vaso acuoso
milimétricamente rectangular, que ni siquiera tiene un solo pulpo gigante de
cemento como los que hay en las piscinas para recreo de los niños. Además, esto
de nadar lo hace hasta una señora coja, que en la playa que yo frecuento hay
que ayudarla en la arena a entrar y salir del agua, pero ya dentro del líquido
elemento se defiende mejor que nadie.
Eres un simplón de tomo y lomo, Michael Phelps, te has
pasado la vida nadando en piscina, pero ni siquiera sabes lo bonito y
placentero que es ver a una gaviota canaria posándose en un risco de la
costa.
Espectador
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