Miércoles, 3 de agosto de 2016, 14:30 horas, las sirenas
ululantes de los camiones de bomberos se escuchan a lo lejos, igual que una
peregrinación hacia alguna catástrofe inimaginable. Salgo al patio de mi casa
de El Paso y veo una enorme y densa coliflor de humo en el cielo. Las torres
del odio elevándose hacia la alta atmósfera. Le pregunto a un vecino, que
observa desde su azotea semejante panorama, y me confirma lo que él cree que es
un incendio forestal en Jedey.
Jedey es el minuto uno, y en ese momento hay cosas que
siento van a cambiar para siempre. La agresión asesina contra el bosque amado
es una experiencia lo suficientemente dura como para que la hecatombe no
alimente, aún más si cabe, mi amor por la isla de La Palma. La tranquilidad del
paraíso queda dañada y una fuerte marejada de emociones intensas marca el paso,
el ritmo de la nueva vida inaugurada por la virulencia de las llamas. Vida
corta pero dolorosa, en la que vivimos, pensamos, dormimos, comemos sin
desconectarnos de la pesadilla del fuego.
Ni en la más rocambolesca película de Berlanga hubiese
ocurrido. Un joven defeca, un joven se limpia con un pedazo de papel higiénico,
le prende fuego y se va. Scott se va y a sus espaldas el gran ogro de fuego y
calor comienza su desarrollo siniestro. ¿Qué ligereza o densidad mental circula
dentro de la cabeza del joven Scott? ¿Qué tipo de trastorno psíquico puede
hacer que una persona actúe en lo que puede entenderse como una repentina
enajenación? ¿Cómo alguien puede vivir en tan asombroso limbo de la ignorancia,
en un estado de irrealidad feliz y sin riesgos?
Pronto, el muchacho de las gafas de pasta negra y los
tirabuzones en su cabello va en busca de ayuda, toca puertas de vecinos, grita,
solicita apoyo para evitar lo inevitable, para impedir que la lengua de fuego
le expulse de la vida tan pronto, a los 27 años, de una vida normal con un
porvenir, el que sea, da lo mismo, pero algo, siempre hay que tener algo más
allá de la propia mirada. Una esperanza, da lo mismo que sea pobre y simple la esperanza,
da lo mismo.
El joven, causante del gran incendio, se autoinculpa, se
entrega, agacha la mirada al suelo permanentemente, no come, no bebe agua,
igual se suicida, no lo sé, no lo sabe nadie, creo que no lo sabe ni él.
El incendio forestal avanza. Un par de helicópteros y pocos
efectivos intentan sofocar inútilmente la espantosa masacre de la vida de los
pinos canarios.
Las primeras horas son de parálisis institucional. Prisas y
escasos medios. El señor Presidente y sus consejeros, inmóviles, y como un
ejército de burócratas protocolarios, solicitan al Gobierno de España la
declaración del nivel 2. Pasan horas, demasiadas, hasta que llega un
considerable aumento de efectivos. El fuego avanza rápido, sin nosotros, no
juega a especular, a medir, a subestimar como si lo hacen los responsables de
gestionar el espacio público de nuestros montes. El enemigo se reproduce en
varios frentes y fabrica miedo profundo a cada metro que avanza. Nuestros
dirigentes y gobernantes cometen la enésima falta grave por dejadez. El fuego,
como en otros tantos incendios, nos gana la partida sobre el terreno.
En medio de la espantosa madrugada delirante, un agente
forestal fallece accidentalmente mientras realizaba trabajos de extinción. La
noticia es un enorme mazazo. La conmoción en la isla aumenta considerablemente.
Los representantes políticos, los gestores de “lo público”, se empantanan en
sus propios y oscuros intereses. No hablan del fallecimiento de Fran Santana.
Saben que ha muerto pero cometen el inaceptable error de afirmar que se
encuentra desaparecido.
El incendio se apoderó del monte en las primeras horas. No
hay suficientes hidroaviones, no hay suficientes medios humanos de extinción
terrestre. Escucho, escandalizado, en una emisora local de La Palma, a poco de
iniciarse el fatal incendio, a un miembro del gobierno insular, decir que el
fuego estará controlado la misma noche del día 3 de agosto. Todo es confusión,
inoperancia y, quizá, lentitud en la toma de decisiones. La UME de Sevilla, con
un importante contingente humano, llega el viernes, solo por poner un ejemplo.
Nuestros montes están olvidados y desatendidos, igual que la
actividad agrícola y el trabajo rural, tan minusvalorado desde hace décadas, en
favor de un modelo productivo de desarrollo loco y sin límites, abocado al
desastre de un consumo no sostenible de los recursos. A esto debemos unir el
estado del suelo de nuestros montes, auténticas alfombras de combustible
inflamable, esperando la llegada de una chispa para comenzar a arder.
En el momento que escribo este artículo, la isla de La Palma
sufre, sufre enrabietada. Los ánimos están por los suelos y el enfado es
mayúsculo. Da la impresión, aunque posiblemente resulte ser un nuevo espejismo,
que esta vez va a ser diferente porque, entre incendio forestal e incendio
forestal, no nos podemos limitar a leer los mismos titulares de prensa que se
quedan en el simple lamento luctuoso y en las imágenes sin un contexto social y
político real, desde el que iniciar un cambio de cultura.
Y luego están los medios de comunicación que, en ese
patológico deseo de ofrecer imágenes de “lo que está pasando”, se convierten en
fabricantes de productos de consumo fácil y que ayudan, de modo determinante,
al adormecimiento del consumidor, no colaborando, en modo alguno, a la apertura
de un más que necesario debate. Quizá ese sea un problema superlativo de
nuestra sociedad, amamantada en el deseo mayoritario de la experiencia de la
inmediatez, concediéndose prioridad absoluta al hecho de consumir por encima de
la reflexión tranquila.
Ya es hora de que comencemos a tomarnos los grandes
incendios forestales como una realidad que, si no se toman las medidas
oportunas y las administraciones públicas no se comprometan con una mayor
inversión en prevención, será frecuente, repitiéndose cada cierto tiempo el
martirio de un drama que afecta directamente a la seguridad y la vida de las
personas y a un modo de relacionarse con la naturaleza y con los animales. Una
realidad difícil que contempla un futuro de tonos grises oscuros si no
defendemos y apostamos por la más que viable “utopía” de una isla, La Palma,
como ejemplo de modelo sostenible.
Víctor Yanes. *Parte del relato en el que, a grandes rasgos y de un modo
superficial, cito algunos detalles de cómo el joven Scott prendió,
accidentalmente, fuego al monte, están basados en testimonios de personas que
en ese momento estaban en la zona.
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