Lorenzo de Ara Rodríguez
Escuchas
música y lees.
Lo recordarás perfectamente, mucho Bach, mucho Beethoven, mucho jazz; hasta se coló a eso de la una y pico de la madrugada un poco de música barroca que tanto te gusta para momentos especiales.
Terminabas de leer Misericordia de Benito Pérez Galdós. El día anterior, después de pocas jornadas transcurridas, ponías el punto y final a la lectura de El Abuelo y Miau, del mismo autor canario. Vamos, español. Universal. Te has propuesto leer todas las obras de don Benito, y tienes 2021 por delante. Lo hiciste siendo joven y te salvó de la quema.
Sigues erre
que erre con las Rimas y Leyendas de Bécquer, y siempre que la cabeza te lo
permite, recuperas a Borges y a Trapiello. Y los maldices, sobre todo al ciego
argentino.
Y no dejas de quejarte del ruido que corroe y enferma. Pero será a ti. A tus vecinos no. Ellos callan como putas.
A la gente que merodea por tu vida, en el trabajo, en la calle, en las tiendas, en los baretos; ni una pizca. ¿El ruido? ¿Qué es eso?
El griterío de la masa es parte del día a día de la mediocridad que lo domina todo.
Llegas a perder por un instante el buen juicio y permites que se cuele en casa una persona, bajo tu permiso, sin mascarilla, y tú caes también en el horror y pasas de la mascarilla que salva vidas. Se sucede una conversación de la que llevas años huyendo. Sabes que lo que pides entrará por un oído y saldrá por el otro. Nadie es culpable. En todo caso, el culpable eres tú.
Pueden llegar a pedirte que abandones el edificio.
Que si tanto quieres el silencio, la lectura, lo mejor será que compres una casa en el sitio más apartado. Esa España vaciada.
En fin, cosas que suceden cuando el perdedor siempre es uno. El mismo. El de toda la vida. O sea, yo.
En la casa la familia te acoge, porque sin la familia serías un despojo humano. Pero la pones en riesgo. Y el tormento se revuelve en el interior del ser.
¿Recuerdas cuando murió tu madre? Con 13 años y poco. Te echaste a la calle, dejaste de estudiar; subías al Taoro en busca de oscuridad y bichos. Ni siquiera leías. Así casi dos años.
A los 59 sigues siendo aquel muchacho cabreado con el mundo, con Dios, con la vida. Has intentado esforzarte para aminorar tanto dolor que llevas en la oquedad del yo saturado de dudas e infiernos. Camuflas el dolor con la mentira, la hipocresía, la convivencia obligada pero pacífica junto a miserables, con la estulticia absolutista que respiras de lunes a viernes.
En casa eres tú.
No necesitas de la masa para aferrarte a cosas con importancia.
Escribir sin lectores. Tantas novelas, tantos relatos y cuentos, tantos poemas, tanto teatro. Y la pintura, y la música. En la pintura y en la música hallas con igual dulzura la vida que nunca tendrás.
Hoy has tomado la decisión, una vez más; poner fin a todo.
¿Lo harás?
Crees a esta hora que sí.
Silenciosa y educadamente sales a la calle en busca de la tragedia.
Bajas a la ciudad que es la tuya.
No se despeja la cabeza.
Primero el cementerio cerrado, pero consigues hablar con tus padres. Pides ayuda. Un socorro que es el grito desgarrador del alma.
Y al alejarte del cementerio ves a pocos metros un individuo fumador, borracho y gritón. Entonces deseas que pierda la cabeza y te lleve por delante. Piensas que lo mejor para provocarle será soltarle una perorata absurda sobre la educación cívica. Sandeces. Pero con las mismas ganas que apuestas por el momento de la tragedia, con más ganas surge la fuerza que te empuja a pasar de largo.
Y partes hacia la mar, en busca del abrazo oceánico. También lo quería el hombre más bueno que pisó la tierra. Don Pío, un alma aburrida en la tripa de un pez.
Adiós Lorenzo. No diré que me ha encantado conocerte. Taciturna se aproxima la muerte que siempre ha sabido de tu deseo más inconfesable.
Llevas desde los trece años viviendo bajo control remoto. Otros dirigen tu vida.
Pero quedan tantos libros por leer. Tanta música por escuchar.
Dios y yo tenemos una conversación pendiente.
Y llegas a la Peña de Francia, abierta. Y la misa comienza. Y puedes entrar. Y me siento en un banco. Todas las medidas de seguridad funcionan. Y la misa, en la que participo con todo mi yo, consigue centrarme. Dejar atrás el egoísmo.
Dios me habla en el caminar hacia la estación de guaguas.
Mi hijo me llama y pregunta, dónde estás, papá.
Ya subo.
Estoy preocupado, oigo decir con esa voz del hijo que un 31 de diciembre teme perder a alguien que…
Soy culpable de hacer sufrir a un hijo.
Lo que no puede evitar, ya sentado en la guagua que me llevará a La Orotava, es seguir deseando que una muralla infranqueable me separe para siempre de la gente que grita; gente que no sabe convivir en paz, en armonía. Gente sin respeto por el vecino.
Son menudencias, lo sé.
Pero el pasado 31 de diciembre, una vez más, la menudencia me llevó al límite. Y busqué el rincón, el coraje, la sórdida y retorcida senda que lleva al suicidio. A la perdición.
Hoy sigo vivo.
Y mi familia
me perdona.
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