Bernardo Cabo Ramón
(LA
GUERRA CHIQUITA en plenos carnavales)
El
día 4 de Mayo de 1808 por un decreto imperial se le otorga la corona de España
y de las Indias a José Bonaparte. El pueblo español respondió a este
otorgamiento con una guerra sin cuartel. La batalla de Bailen el 19 de julio de
1808 que acabó con la victoria española sobre las tropas napoleónicas fue el
comienzo de una lucha contra el invasor. En La Laguna se constituyó el 16 de
julio de 1.808, una junta gubernativa debido a la guerra Hispano-Francesa,
quedando bajo la presidencia del Marques de Villanueva del Prado, D. Alonso de
Nava Grimón y Benítez de Lugo. En dicha junta, entre otras cosas, se acordó una
contribución extraordinaria a los viñedos para atender a los gastos de defensa
de las islas. Pasado algunos meses en la Villa de La Orotava instigados por
algunos ricos propietarios de tierras, se amotinaron los agricultores pidiendo
bajo amenazas la supresión de este impuesto establecido por la junta.
Unos
días mas tarde, concretamente el 3 de marzo de 1810 y en la ermita de San Roque
de esta villa, se llevó a cabo la creación de una junta popular por un fraile
del farrobo a instancia del Sindico Personero D. Pedro Benítez de Lugo y
secundada por el alcalde mayor de la Villa, el licenciado D. José Díaz Bermudo.
Éste, temiendo mayores males, reunió a propietarios de viñedos y agricultores,
entre cuyos individuos había muchos amigos de los amotinados, y después de
grandes discusiones por ambas partes, se aceptó la supresión del impuesto que
reclamaba el pueblo. Esta victoria la encontró tan fácil la multitud que
estaban dispuestos a hacer un uso más amplio de la misma.
Se
dijo que en el vecino pueblo del Puerto de la Cruz y entre sus principales
comerciantes, existía un partido que trabajaba secretamente en favor del rey
intruso José Bonaparte, de cuyo partido era agente un pobre francés llamado
monsieur Pierre, que vivía en La Orotava, en la casa de D. Lorenzo Machado. Se
ganaba la vida dando clases de baile y canto a domicilio entre las familias
pudientes, por lo que, al no encontrarlo en su domicilio y enterarse que estaba
en el Puerto de la Cruz dispuesto a embarcar para los Estados Unidos llevando
ciertas encomiendas, la multitud cayó armada sobre el Puerto de la Cruz,
capitaneada por Nicolás del Rosario (El Carnicero) que, con una bandera
española en las manos, iba vitoreando a Fernando VII con el propósito de
vengarse del supuesto agente. Sucedía esto el cuatro de marzo de 1.810 y
temiendo las personas sensatas, al ver la actitud del populacho, que pudiera
suceder alguna desgracia, se ofrecieron a llevar sus peticiones a las
autoridades siempre que la muchedumbre se retirase a sus casas y dejasen en
libertad al francés, cuyo baúl no contenía ningún pliego sospechoso.
Pero
al día siguiente, cinco de marzo, no hallando el pueblo quien se opusiera a su
voluntad, volvió a bajar al Puerto de la Cruz, y unidos a otros amotinados del
Puerto, sin que les detuviesen consejos ni amenazas, saquearon algunas tiendas
y, con vivas al parlamento, abajo y mueran los nobles, tomaron a un empleado de
la casa de comercio de Cólogan, el escribiente llamado José Bressan, cuyo único
delito era ser francés. Al llevarlo a la cárcel, y pasar, dicen, por delante de
la puerta de la parroquia, otros afirman que, al haberse notado en la pared
señales de sangre junto a la esquina sur de la casa de Dña. Gregoria Guirola,
que da hacia la trasera de la parroquia, calle de Santo Domingo, un andaluz
llamado Francisco Rubín (El Curro) abriéndose paso entre la muchedumbre, le
asestó una puñalada en el corazón que le dejó muerto en el acto.
Este
infame asesinato, en vez de calmar a la multitud, le fundió nuevas energías, y
lanzándose sobre la casa de otro hombre de la misma nacionalidad que vivía en
la Plaza de la Iglesia, haciendo esquina a la Calle de la Independencia, (hoy
casa parroquial) llamado Luis Beltrán Broual, maestro de primeras letras, latín
y música, quisieron apoderarse de su persona acusándole de espía, pero avisado
a tiempo por algunos amigos pudo refugiarse en la batería de Santa Bárbara,
bajo las ordenes del coronel y Gobernador de Armas del Puerto de la Cruz D.
José Antonio de Medrada y Caraveo León y Rojas Tello, que prometió defenderle
como era su deber. La multitud, más brava e insolente conforme iba pasando el
tiempo, rodeó la fortaleza pidiendo a gritos la entrega del fugitivo bajo
amenazas de asaltar a la misma fortaleza y degollar a su guarnición. El
coronel, creyendo que iba a ser juzgado como adicto al rey intruso, entró en
negociaciones con los asesinos, ofreciendo la entrega del francés si se le
conducía sin problemas a la cárcel.
Así
se le ofreció, mientras en las mismas puertas de la fortaleza la muchedumbre se
arrojaba sobre aquella presa y le dieron un golpe en la cabeza, cuando, puesto
de rodillas, imploraba misericordia dirigiéndose a gatas algunos pasos hacia la
casa de Cullen, frente al Fortín de Santa Bárbara. Pero como no cesaba el
apaleo, volvió hacia el fortín, donde expiró. Los dos mutilados cadáveres
fueron arrastrados por las calles de la población, colgando uno de ellos boca
abajo, con parte de la ropa ya fuera, en los andamios de la popa de un barco
que se estaba construyendo en la Plaza del Charco.
A
los dos destrozados franceses los llevaron por la calle de San Felipe dejando
uno en la chercha (cementerio inglés) y otro en el llano contiguo, sobre la
playa. El Personero Sindico D. Bernardo Cologan Fallon, dio muestras de
generosidad, dando dinero de su costa a Antonio Domingo Gutiérrez y Mateo
Hernández Rojas (el manitas), antiguos alumnos, para que les enterrasen
envueltos en sábanas, sin ceremonia alguna, en los eriales salpicados de
cardones y tabaibas en los alrededores del castillo de San Felipe.
Todavía
pudo haberse cometido un número mayor de crímenes, si el Alcalde Real, Capitán
D. Rafael Pereira, y el Párroco D. Agustín Navarro no hubiesen conseguido
aplacar a la muchedumbre e impedir que fuese asaltado él depósito de los
prisioneros franceses recién instalados en el Puerto de la Cruz.
La
tarde del día ocho, el Alcalde Real se reunió con algunos vecinos en su casa,
situada en la Plaza del Charco. Avergonzados de presenciar aquellas horribles
escenas, se armaron en secreto, y numerados en doce escuadras de nueve a diez
hombres cada una, poniendo en peligro sus vidas atacando de improviso al
populacho, lograron dispersarles y apresando a 51 personas, incluidos los
principales cabecillas.
Pocas
horas después, llegaron desde Santa Cruz de Tenerife, ochenta soldados que
mandó el Comandante General D. Carlos Lujan, a las ordenes del Mariscal de
Campo D. José F. Arteaga, quien condujo maniatados a los presos para aquella
plaza, depositándolos en el Castillo de Paso Alto, donde murieron muchos en
prisión al declararse la epidemia de fiebre amarilla a finales del mismo año.
La Real Audiencia condena a varios de ellos a castigos, de cinco, ocho y diez
años en los servicios del ejército y marina, por decreto del 12 de junio de
1.812, cuando muchos de los reos no existían, y otros estaban sueltos.
El
Alcalde y un grupo de portuenses impidieron que el liberal carácter de toda la
vida de este Puerto de la Cruz no quedara frustrado, al haber tenido el valor
de cortar uno de los sucesos que hubieran podido teñir de sangre y horas muy
amargas a este pueblo. A estos hechos se les llamó la guerra chiquita.
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