Iván López Casanova
¿Por qué Josep María Esquirol, Premio Nacional de Ensayo
2016, afirma con contundencia esta herejía cultural: «la idea de que dependamos
unos de otros no es un inconveniente, es una suerte»? Porque acepta y comprende
bien que somos vulnerables, frágiles, afectables −sin decimonónicos delirios de
autonomía absoluta−. Además, cuando esto se entiende, la hospitalidad hacia los
demás, su cuidado y la asistencia que ellos nos prestan, se convierte en lo que
embellece la vida, en su verdadera riqueza.
Esquirol ha ofrecido una maravillosa «Filosofía de la
proximidad». Explica que la dependencia está lastrada por la carga histórica
del contrato social, una especie de control racional de la individualidad para
entendernos. No niega que tenga su valor, pero sí que oculta la belleza de la
donación. Un paso más, lo ofrece el mercado, que añade la idea preciosa del
intercambio entre personas para compartir y remediar nuestra indigencia. Pero
en este tiempo, también se encuentra empañada por su degeneración en el
consumismo y el mercantilismo.
Explica el pensador catalán que la filosofía, la vida
espiritual madura, comienza con una interrogación sobre algo que nos afecta,
tal vez porque un discurso no se corresponde con la realidad, por ejemplo:
“Todo son intereses”. Ante esto, Esquirol se cuestiona: “¿Estás seguro?”. Y con
ello empieza la vida del nosotros, con su admirable vocabulario de la
dependencia –el que analiza en su obra La resistencia íntima−: generosidad, el
dar por dar, el donarse uno mismo, la amabilidad, la simpatía, el
agradecimiento…
Este modo valioso de entender la coexistencia subraya la
necesidad de vivir y educar en las virtudes de la convivencia, de adoptar una
opción moral personal en favor de un ideal humanista: contribuir a la
construcción de una convivencia entre personas. Como lo expone Juan Luis Lorda:
«No queremos ver en los demás enemigos y competidores, sino seres humanos con
los que podemos compartir nuestra vida, ayudarnos y apreciarnos».
Lógicamente, quien toma esta actitud ante la vida sufrirá
decepciones, pero irá extendiendo a su alrededor un clima de confianza, de
respeto a la pluralidad, de aprecio y beneficencia. Afirma Lorda que, además,
«este clima es, en sí mismo, educativo, hace mejorar a las personas, las hace
más personas».
Sin esta comprensión de la dependencia, se llega a la
visión contraria en la que todos recelan de todos. Y se alimenta el desencanto,
la desconfianza e, incluso, el rencor social, lógicamente con algunos motivos
que cargan de alguna validez al argumento –por ejemplo, los continuos casos de
corrupción−, pero que carecen de verdad de fondo. Entonces, se empieza a
entender casi todo en clave de lucha: el mundo lo mueve el poder y no el amor;
y se termina por ser un individuo desconfiado y rencoroso. Pero falla algo: el resentimiento
ciego para captar los valores, y ya no se aprecian las acciones bondadosas.
Dice Lorda, con un punto de ironía, que las virtudes de la
convivencia −junto con el trabajo creativo, la familia y el ámbito de lo
trascendente− son lo más decisivo de una persona, lo que más construye su
personalidad, lo más humano: «Y no suele aparecer en las enciclopedias». Por
eso, dedica algunas líneas maestras a concretar sus contenidos.
En las virtudes del trato, la simpatía, cuyo gesto
fundamental es la sonrisa; la amabilidad, que es saber manifestar el aprecio;
la cortesía y la puntualidad; y una virtud curiosa, el interés: ¿cuántas veces
comenzamos a narrar algo y notamos que no nos están escuchando? También,
insiste en la necesidad de superar tres tendencias negativas: el egoísmo, la
prisa y la timidez. Por último, en sentirse ciudadano y participar en la vida
social, y en la solidaridad con los más necesitados.
Escribió Václav Havel, el gran luchador por la paz y la
convivencia, que «solo con una vida mejor se puede construir un sistema mejor».
O sea, que vivir es convivir, procurar que los demás tengan una vida mejor:
darse.
Iván López Casanova, Cirujano General.
Escritor: Pensadoras del siglo XX y El sillón de pensar.
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