Javier Lima Estévez. Graduado en Historia por la ULL
En el presente artículo analizamos una crónica del diario El
Progreso, disponible para su consulta en el portal Jable de la ULPGC. En su
edición del 12 de septiembre de 1908, recoge un escrito de Luis Roger -acrónimo
del periodista Leoncio Rodríguez (1881-1955)-, bajo el título “El Valle de la
Orotava”, aunque su atención se centra en Los Realejos y el Puerto de la Cruz.
Tras anotar algunos aspectos de la conquista realejera, describe un contexto
marcado por la presencia de hombres que con trabajo labraban la tierra y
mujeres que, con sumo cuidado, se encargaban de elaborar y distribuir los
calados. No duda en destacar la presencia de una puerta pintada de color verde
en la plaza principal rotulada con “las iniciales de los nombres de los
Realejos” como elemento para definir “la jurisdicción de ambos pueblos. Una
hoja pertenece al Realejo de Abajo y la otra hoja al Realejo de Arriba”. Todo
un conjunto de calles limpias y urbanizadas, así como la presencia de notables
casas, extensas plazas, un importante sistema de canalización de aguas y la
extensión del cultivo del plátano definían la imagen en los inicios del pasado
siglo. Curiosa nota podemos observar cuando acude a una fonda del Realejo Bajo,
situada en “un viejo caserón, capaz de albergar un regimiento”. En ese espacio
no dudaría en anotar la espera a la que fue sometido como consecuencia de que
el almuerzo se servía a una determinada hora y no antes; a pesar de sus quejas
por esa situación. Un hecho que no terminaron de entender pero que sería en
parte omitido ante la presencia de Conchita, hija de la fondista cuya belleza
sería reseñada como “una hermosa y hercúlea realejera, de ojos brilladores y
semblante alegre, soberano vestigio de la raza de Guajara y Guayarmina…”. Para
hacer tiempo hasta la hora del almuerzo se desplazaría calle arriba con dirección a “La Habana”. Con ese nombre se conocía la
venta que regentaba un cubano y en la que se distribuían bebidas de gran calidad.
Allí disfrutaría de una animada charla en la que el cubano le preguntaría si
había observado muchos Afligidos en Los Realejos. El forastero, con gran
sorpresa y duda, manifestaría no conocer ese hecho. El cubano, con una sonrisa
en su semblante, no dudaría en afirmarle que el nombre de Cha Afligida y Cho
Afligido es una constante en el lugar, siendo “el nombre de pila más usado en
esta tierra”.
Del Realejo Alto advierte la presencia de la histórica
iglesia parroquial y el encuentro con el sacerdote para observar numerosos
elementos de un notable valor histórico y religioso. Por otra parte, no podía
dejar de reseñar la localidad como escenario de nacimiento de José de Viera y
Clavijo (1731-1813).
El espíritu trabajador del pueblo se manifestaría en la
laboriosidad de sus habitantes, tal y como observa en la producción de fuegos
artificiales, la extracción de piedra pómez y, por supuesto, la industria de
los calados “a la que se consagran todas las mujeres del pueblo”.
La última parada en Los Realejos se sitúa en torno al
elevador de Aguas de Gordejuela, relatando un espectáculo “donde la ciencia se
hermana con la poesía y donde la vida parece que siente el soplo de la
tragedia”. Desde allí continúa hasta el Puerto de la Cruz. Un pueblo que
caracteriza por sus habitantes “de espíritu liberal y rumboso”. En torno a las
calles describe la presencia de espacios anchos y despejados, así como plazas y
fuentes que ofrecían un marco de armonía sin comparación. La vida comercial y
hotelera discurría con dinamismo y la belleza del incólume entorno de la playa
de Martiánez también es objeto de su atención. En la ciudad portuense
encontraría el final de su viaje y el punto y final a una crónica de la que se
despide con gran melancolía por dejar atrás la presencia de un Valle
incomparable.
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