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sábado, 14 de enero de 2017

EN LOS INICIOS DEL SIGLO XX

Javier Lima Estévez. Graduado en Historia por la ULL

En el presente artículo analizamos una crónica del diario El Progreso, disponible para su consulta en el portal Jable de la ULPGC. En su edición del 12 de septiembre de 1908, recoge un escrito de Luis Roger -acrónimo del periodista Leoncio Rodríguez (1881-1955)-, bajo el título “El Valle de la Orotava”, aunque su atención se centra en Los Realejos y el Puerto de la Cruz. Tras anotar algunos aspectos de la conquista realejera, describe un contexto marcado por la presencia de hombres que con trabajo labraban la tierra y mujeres que, con sumo cuidado, se encargaban de elaborar y distribuir los calados. No duda en destacar la presencia de una puerta pintada de color verde en la plaza principal rotulada con “las iniciales de los nombres de los Realejos” como elemento para definir “la jurisdicción de ambos pueblos. Una hoja pertenece al Realejo de Abajo y la otra hoja al Realejo de Arriba”. Todo un conjunto de calles limpias y urbanizadas, así como la presencia de notables casas, extensas plazas, un importante sistema de canalización de aguas y la extensión del cultivo del plátano definían la imagen en los inicios del pasado siglo. Curiosa nota podemos observar cuando acude a una fonda del Realejo Bajo, situada en “un viejo caserón, capaz de albergar un regimiento”. En ese espacio no dudaría en anotar la espera a la que fue sometido como consecuencia de que el almuerzo se servía a una determinada hora y no antes; a pesar de sus quejas por esa situación. Un hecho que no terminaron de entender pero que sería en parte omitido ante la presencia de Conchita, hija de la fondista cuya belleza sería reseñada como “una hermosa y hercúlea realejera, de ojos brilladores y semblante alegre, soberano vestigio de la raza de Guajara y Guayarmina…”. Para hacer tiempo hasta la hora del almuerzo se desplazaría calle arriba con dirección a “La Habana”. Con ese nombre se conocía la venta que regentaba un cubano y en la que se distribuían bebidas de gran calidad. Allí disfrutaría de una animada charla en la que el cubano le preguntaría si había observado muchos Afligidos en Los Realejos. El forastero, con gran sorpresa y duda, manifestaría no conocer ese hecho. El cubano, con una sonrisa en su semblante, no dudaría en afirmarle que el nombre de Cha Afligida y Cho Afligido es una constante en el lugar, siendo “el nombre de pila más usado en esta tierra”.

Del Realejo Alto advierte la presencia de la histórica iglesia parroquial y el encuentro con el sacerdote para observar numerosos elementos de un notable valor histórico y religioso. Por otra parte, no podía dejar de reseñar la localidad como escenario de nacimiento de José de Viera y Clavijo (1731-1813).

El espíritu trabajador del pueblo se manifestaría en la laboriosidad de sus habitantes, tal y como observa en la producción de fuegos artificiales, la extracción de piedra pómez y, por supuesto, la industria de los calados “a la que se consagran todas las mujeres del pueblo”.

La última parada en Los Realejos se sitúa en torno al elevador de Aguas de Gordejuela, relatando un espectáculo “donde la ciencia se hermana con la poesía y donde la vida parece que siente el soplo de la tragedia”. Desde allí continúa hasta el Puerto de la Cruz. Un pueblo que caracteriza por sus habitantes “de espíritu liberal y rumboso”. En torno a las calles describe la presencia de espacios anchos y despejados, así como plazas y fuentes que ofrecían un marco de armonía sin comparación. La vida comercial y hotelera discurría con dinamismo y la belleza del incólume entorno de la playa de Martiánez también es objeto de su atención. En la ciudad portuense encontraría el final de su viaje y el punto y final a una crónica de la que se despide con gran melancolía por dejar atrás la presencia de un Valle incomparable.

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