Juan
Calero Rodríguez
El
ser vivo se caracteriza por estar siempre en movimiento, en perenne emigración,
buscando nuevas ventanas a su luz y nuevas puertas a su desarrollo individual. Para
ello, el hombre ha utilizado, entre otras herramientas, el lenguaje, ese
conjunto de signos adquiridos durante siglos, expresándolo a través de la
palabra.
Toda
creación del espíritu es, ante todo «poética», en el sentido propio de la
palabra. La palabra es sonido lleno de matices y la poesía encierra todas las
características de la creación, o sea, la expresión literaria de la belleza.
La
poesía escrita necesita de esa dualidad entre el ofrecimiento de la escritura y
la entrega de la lectura para postrarse a los altares de su universo; mientras
el poeta como arquitecto e ingeniero a la vez, no puede desvincularse de su
entorno, observa el mundo y ve, en volátiles escenas cotidianas los pequeños
detalles, ara la palabra, cosecha el lenguaje y solo a veces, logra escribir un
poema; manifestando el drama angustioso que se realiza entre el mundo y el
cerebro humano.
Durante
el acto de escribir, el poeta siente una sed de palabras que se le atraganta,
goza retorciéndose en ese dolor del que duda y cree, a medida que le va
destruyendo la razón. El poeta no espera nada de nadie por la simple acción de
escribir, trabaja por placer, por vicio, hasta sangrar por la palabra. Lograr
ese parto, cuesta, y cuando uno lo tiene, al fin, frente a sus ojos, es como ese
hijo recién nacido, con toda la piel plisada, que borra todos los dolores.
Escribir
un poema no es solo captar el aleteo del momento, nace ante la imperiosa
necesidad de manifestar algo que necesita ser expresado, es cada grano de maíz
que cubre una mazorca y el poeta suelta al viento para que fecundice en otras
almas. Es estudio y arduo trabajo diario. Cada poema es un objeto único, creado
por una «técnica» que muere en el momento mismo de la creación. Parece hablar
de todo y nada al mismo tiempo.
El
poeta emigrado se siente un poco el pez fuera de su pecera. No solo trae
consigo el desarraigo inicial por la tierra que abandonó e ir acomodando la
balanza al crearse un lugar en el país de acogida y ocuparlo.
Al
enfrentarse al exilio, el poeta sigue escribiendo como la herramienta que le
permita sobrevivir, conviviendo con las duras exigencias que va encontrando en
su inserción social. Luego, cuando se afianza, es cuando desata las nueve
musas, las multiplica ampliando los espacios poéticos y crece ante las
adversidades, ocupando su sitio en la nueva sociedad.
No
obstante, inevitablemente vuelve una y otra vez al tema del desarraigo, aunque
pasen los años y las condiciones de vida. Como dijera Benedetti, en 1987, «el
escritor que vive desgajado de su suelo y de su cielo, de sus cosas y de su
gente, no es alguien que aborda el exilio como un tema más, sino tan solo un
exiliado que, además, escribe».
Mucho
se ha publicado sobre los poetas canarios que emigraron a Cuba durante siglos,
dentro de las grandes masas de hombres y mujeres que cruzaron el océano en
busca de una nueva vida mejor, en los tiempos de penuria sus islas. Desde
Silvestre de Balboa, precursor de la literatura cubana, con su Espejo de
Paciencia, hasta el último poeta canario en Cuba, Modesto San Gil Henríquez.
En
los últimos años, han emigrado desde La Perla del Caribe a nuestro archipiélago
miles de hombres y mujeres, hijos, y nietos de aquellos emigrantes canarios,
igualmente como forma de subsistencia.
Entre esta marea de cubanos, han venido veintiséis poetas. Cantidad
representativa de la totalidad.
El
próximo dieciocho de noviembre presento mi nueva publicación, ‘Poetas cubanos en
Canarias’. No es una publicación mas, es un valioso aporte a la literatura y
cultura canarias, ya que no existe ninguna obra encargada de unir y reunir el
quehacer de los poetas que individualmente se han hecho canarios también.
En
este libro Poetas cubanos en Canarias, con prólogo del escritor palmero Luis
León Barreto, no hay una totalidad de autores con lo más granado, quedaron
varios en el camino, que por distintas razones, no fueron incluidos; es tan
solo una selección la que mostramos, más bien un retrato de familia, cuyos
miembros andan dispersos por estas islas; corriendo cada uno a su suerte,
unidos por su amor a la palabra y su escritura.
Entre
los nombres más significativos
Dulce
María Loynaz, hija adoptiva de Puerto de la Cruz, Miembro correspondiente de la
Real Academia Española; Premio Miguel de Cervantes Saavedra, en 1992, entre
tantos premios a lo largo de su vida y obra. Esta Selección de poetas cubanos
en Canarias, se honra en tenerla, aunque no viviera permanentemente en Canarias,
pero sí por las profundas huellas a su paso en sus tantas temporadas.
Manuel
Díaz Martínez y Nivaria Tejera, escritores, diplomáticos y periodistas. Figuras
antológicas de la literatura desde los años cincuenta y la primera generación
de escritores después de la Revolución. Él, Miembro correspondiente de la Real
Academia Española.
Julio
Tovar, máximo representante del movimiento cultural en Tenerife, durante las
décadas de los ’50 y ’60.
Ramón
Fernández Larrea y Sonia Díaz Corrales, destacadísimos poetas a nivel
internacional surgidos en la década de los ochenta.
Otros
que iniciaron sus publicaciones en Cuba y otros que solo han podido publicar
fuera de su patria, pero sí largamente premiados en distintos países y con
varias obras.
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