Salvador García Llanos
Había que jugar donde fuese. Cualquier lugar era
bueno, más o menos largo, más o menos estrecho. Dos piedras como porterías.
Claro: un solo campo de fútbol, El Peñón; sin más canchas, sin polideportivos.
Y había que dar rienda suelta a la afición, a la ilusión, al triunfo efímero,
aunque los partidos fuesen a doce goles. Entonces se jugaba allí, en espacios
urbanos públicos, en calles, solares o descampados. Con ganas, con lágrimas
incluso por quedarse fuera, con propensión a romper calzado o los pimeros
pantalones largos. Se jugaba en horarios nada reglados, casi siempre a la
salida del colegio. O al mediodía de los sábados. Hasta las tantas, hasta que
se hacía de noche...
Fútbol de niños y de adolescentes. Juegos en la
calle, donde se respirase tierra o donde una caída mal calculada era, cuando
menos, un rasguño seguro. Y además, el temor de que aparecieran los guardias
-¡los celadores!, gritábamos al divisarles- para interrumpir el apasionante
partido. Cuando llegaban a pie o en motocicleta, ya entrados los años sesenta,
coger la pelota o el balón y pies en polvorosa. Había que huir, había que
sortear su aparición, corriendo por calles o fincas poco frecuentadas,
introduciéndose en zaguanes y casas y aguardar que siguieran otro rumbo. Evitar
la pérdida del balón, la reprimenda de la autoridad y hasta la familiar: ese
era el objetivo. Puede que la pena máxima, en algunos casos, fuera la
imposición de una sanción.
Ahora, en la España del siglo XXI, hacer eso
mismo está penalizado. Entre cien y seiscientos euros. Hay más lugares donde
jugar, cierto; pero molestar, impedir el paso, poner en riesgo la integridad
física, un balonazo, allí donde no esté autorizado, cuesta la citada cantidad
con arreglo a una ley que llaman 'mordaza'. En efecto, tiene rango legal la
cosa.
En aquel Puerto que despertaba al turismo, donde
el deporte tenía el déficit de las infraestructuras, las calles o los solares
eran la alternativa. Espacios urbanos donde jugar, donde crecer, émulos de
figuras legendarias, de ídolos locales, donde soñar con llegar un día a jugar
en El Peñón o en aquel tan lejano para muchos de nosotros como era el
'Heliodoro'.
Recordemos la Cruz del Pino, camino de piedras
anchas que desembocaba en el antiguo cuartel de la Guardia Civil, cuyas parejas
pasaban, por cierto, y nadie interrumpía nada. Un poco más arriba, los vecinos
promovieron el tratamiento con cemento de la prolongación de la calle Pérez
Zamora y allí jugaron los niños y jóvenes de la zona, principalmente los
domingos por la mañana. Se llamaba “La pista”. El estrecho tramo de la calle
Mequinez comprendido entre Perdomo y Pérez Zamora, junto a “La piedra pómez”
convertida en garaje vigilado, y al que pomposamente denominaron sobre la pared
del garaje de transportes de Hernández Hermanos, estadio “Los Burros”, donde
apoyarse en la pared para un autopase era todo un recurso técnico. La calle
Lomo, hasta que empezó a circular la guagua que venía de Punta Brava. En Puerto
Viejo, antes de San Borondón, hubo también canchas de tierra donde las tardes
cortas de invierno alternaban los más pequeños con los mayores.
El campo más céntrico era el espacio de la plaza
del Charco, donde se concentraban decenas de personas para seguir los partidos
de chicos y donde las porterías eran los postes cilíndricos de los aros de
baloncesto. La lluvia encharcaba, vaya que sí, y entonces valían los remiendos
de arena traída del muelle. Hasta por la noche se jugaba en aquella cancha que
vio crecer a excelentes jugadores de Puerto Cruz. Cuando instalaban los
cochitos de feria y otras atracciones, había que buscar otros sitios. La plaza
de la Iglesia, por ejemplo, junto a los accesos laterales de la Peña de Francia, válidos también para
juegos como el brylé o el pañuelo, practicados con las chicas al salir de los
colegios cercanos. Muy cerca quedaban las plataformas de El Penitente, no
importaba su forma poligonal o su cercanía al borde del antiguo embarcadero.
Allí supimos lo que eran las pelotas de badana o de trapo, envueltas en una
media de mujer.
Cuando los grandes 'ocupaban' El Penitente,
descubrimos El Lomito, también llamado El Pilongo. La expansión de Martiánez en
búsqueda de una conexión con el centro urbano posibilitó durante meses terrenos
de tierra a los que llegamos a añadir unas rudimentarias porterías de palo. Muy
cerca, en casa que era de su propiedad,
estaba “el césped” de 'Pique' Fernández, donde se fraguó el célebre Tim Playa
en inolvidables tardes de sábado. Allí supimos lo que era el 'recogepelotas', a
la espera de una oportunidad.
Y tres espacios más que durante años fueron
utilizados como campos de fútbol. Cuando hicieron los movimientos de tierras de
los polígonos, surgió el solar donde hoy se ubica la abandonada estación de
guaguas. Cuando TITSA fue colocando allí su flota, activa y la de desgüace, la
cancha se fue reduciendo hasta desaparecer.
Entonces los usuarios se fueron al descampado
donde fue construido el hotel El Tope. Allí, los sábados por la tarde, se
jugaba sin reserva, algunos pensando en el reparador baño en San Telmo.
Y el tercer solar al que aludimos fue el
resultante de otros movimientos de tierra, en la entonces conocida como “La
marea”, donde quedaron sepultados el Charco Cha Paula, la Restinga y el
matadero. Estamos en la trasera de Mequinez:
alli surgió el campo 'Ramón Torres', el nombre de un personaje local muy
popular que presumía de tocar la armónica -a la que llamaba machete- y al que
concedían el honor, por cierto, de arbitrar los encuentros. Con el paso de los
años, ampliaron y habilitaron los terrenos para su homologación.
Allí, en todos esos espacios, se jugaba. Y
seguro que en otros que no conocimos, allí también quedó una parte de la
pequeña historia del fútbol portuense.
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