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sábado, 16 de febrero de 2019

HERÁLDICA SOBRE LA HISTORIA DE: La Orden del Cister


José Peraza Hernández

Fue San Benito uno de los hombres de más valer en su siglo. Nació en Norsia, en la Umbría, Ducado de Spoleto, en el año 480 y murió en el Monasterio de Monte Casino en el 543. Fue el reformador de la vida solitaria, ascética y contemplativa.

Cuatro siglos de existencia habían bastado para corromperla, desnaturalizando la intención de los primeros santos fundadores. Dividido en tres clases ninguna estaba libre de la relajación de costumbres y amenazaba con destruir lo que los primeros padres habían denominado como la Religión de Jesucristo. La vida y costumbres de los ermitaños había llegado a un punto tal de licencia y desenfreno que pedía urgentes medidas. El mundo pedía una reforma, San Benito fue el encargado de llevarla a cabo. Nacido de padres ricos amó la humildad y la pobreza desde sus primeros tiempos. A las altas dignidades de la Iglesia prefería la soledad del desierto. Después de tres años de absoluto retiro comenzó su predicación y al poco tiempo ya tenía once casas a las cuales dio regla, reformando las antiguas y reuniendo a la vida cenobítica multitud de anacoretas y ermitaños vagabundos que hasta entonces no habían hecho nada bueno, esparcidos como ladrones y salteadores por las fragosidades de los montes. Establecida la Orden determinó el futuro santo trabajar con más ardor en la conversión de los gentiles. Acertando a pasar cierto día por un monte cercano a Nápoles reparó en un edificio cuyos vestigios habían sido en otros tiempos un templo idólatra y vió con horror que aquellas ruinas abrigaban aún divinidades del mundo gentilicio a las cuales rendían culto los ignorantes vecinos de tan pobre comarca. Indignado, derribó los ídolos y tanta fuerza puso en sus palabras que tardó muy poco en convertir a aquellas gentes a la Verdadera Fe. En poco tiempo, con ayuda de los antiguos paganos y de gente mucho más principal elevó un magnifíco templo que dedicó a Dios y a su Regla. Tal fue el comienzo de la famosa abadía de Monte Casino, conocida en toda Europa por ser la casa matriz de la Orden benedictina. Los príncipes lombardos la enriquecieron hasta un grado increíble. Pero en el año 884, el edificio sufrió su primera gran destrucción durante la invasión de los sarracenos. Fue reedificado después para, transcurridos los siglos, quedar nuevamente casi convertido en ruinas en uno de los episodios más tristes de la II Guerra Mundial al haberse atrincherado los soldados alemanes en la abadía resistiendo los ataques de las tropas aliadas, inglesas, polacas, francesas y norteamericanas.


En un lugarejo de Francia, a dos leguas de Nuits, llamado Citeaux, en español Gister, allá por el año 1.009, un abad llamado Roberto que dirigía el monasterio de Molesmo en Francia, huyendo de sus monjes con los que había reñido, fundó, auxiliado por los señores de la vecindad, otro monasterio al que dió el nombre del pueblo donde la erección tuvo lugar. Tal fue el origen de la Orden del Cister, cuyo incontrolable poder en los siglos XII, XIII y XIV atestiguan las crónicas e historias de todos los reinos de Europa.

La Orden del Cister, alcanzó su máximo esplendor gracias a un simple monje llamado Bernardo de Claraval, el mismo que alcanzara la dignidad de santo. Hijo de una noble familia su vocación a la vida monástica fue tal, que venciendo todas las resistencias, convenció a sus hermanos, a otros parientes más lejanos y hasta a su propio padre, ya viudo, para que se decidieran a acompañarle. Tal era su elocuencia que se decía que las esposas ocultaban a sus maridos pues en libertad no los creían seguros una vez que Bernardo tomaba la palabra. Baste decir que su hermana, casada con un opulento gran señor, resistió durante dos años consecutivos la persuasión, pero al fin, vencida, se retiró a un monasterio a hacer vida ejemplar. Con sus propias manos y las de sus allegados edificó el monasterio de Claraval del cual fue su primer abad. A la muerte del Papa Honorio, los cardenales eligieron otro Papa sin haber publicado antes la vacante ni convocado en forma el Sacro Colegio. Como esto sucediera en el monasterio donde murió Honorio, los cardenales que habían quedado en Roma tan pronto se enteraron de aquellas nuevas decidieron elegir otro Papa y la elección fue a caer en un judío converso poseedor de grandes riquezas, pero de raza maldita, según la opinión de aquella época. Se llamaba León y tomó el nombre de Anacleto y así el Pontificado quedó repartido entre dos Papas, Inocencio II, el primero y Anacleto el segundo. El cisma lo resolvió el rey de Francia convocando una asamblea de obispos y señores feudales en la cual San Bernardo defendió con tal elocuencia los derechos de Inocencio que la decisión fue que este quedara en la silla apostólica, declarando ilegal a Anacleto. A partir de aquel momento el verdadero Papa fue San Bernardo, el hombre más poderoso del mundo.

Cuando murió, el Cister era poderosísimo, personificando la civilización y el progreso, a sus monansterios y abadías acudían los hombres ilustrados que deseaban ampliar sus conocimientos. Los abades de sus monasterios se oponían a los abusos de los señores feudales e incluso se atrevían a enfrentarse a los reyes cuando estos cometían algún desafuero contra sus vasallos. El Cister representó la causa de la libertad humana y el progreso ante el oscurantismo propio de la época. Mediaban en los litigios, buscando siempre la justicia en sus fallos no dejándose dominar por la imposición del poderoso y colocándose siempre al lado del débil. Impedían las querellas entre las familias y las guerras entre los reinos. Abrían las puertas de los asilos inviolables de sus claustros a los perseguidos no por la injusticia, sino por la tiranía. Sus casas, abadías y monasterios fueron siempre verdaderos templos de la igualdad en donde con idéntico respeto se trataba al villano que al prócer, se daba de comer al hambriento y se enseñaba a leer al ignorante. En sus bibliotecas se encontraba guardado un verdadero tesoro del saber humano, los antiguos textos griegos y romanos, los tratados de todas las Ciencias que servían de base para recordar la memoria perdida de lejanas civilizaciones. La capital moral de aquel mundo tan moral y benéfico era el convento del Cister del cual dependían los cuatro monasterios más famosos, Firmitate, Ponrtigniano, Claraval y Morimundo, así como las numerosas abadías, cuyo número era infinito. El abad del Cister era una especie de Pontífice que regía aquella vasta iglesia enclavada en todos los lugares del mundo. Basta decir que llegó a contar con más de dos mil religiosos y otras tantas religiosas. El abad era el general de la Orden, debiéndole los monjes respeto y obediencia. Tenía derecho al lugar de preferencia en todos los monasterios. Asumía las jurisdicciones locales. Presidia el Capítulo general instituido para resolver acerca de las cuestiones generales. La institución estaba sujeta a una Ley fundamental que se llamaba Carta Charitaris. El objeto de esta ley fue unir a todos los monasterios e introducir en la Orden cisterciense el mismo gobierno que Cristo dispuso para su Iglesia. Si esta tenía su cabeza y el Papa era el padre común de los fieles, el Cister la tenía también y su abad era el padre de todos los monjes. La Iglesia tenía cuatro patriarcas, el Cister cuatro monasterios patriarcales, los abades correspondían a los arzobispos y los abades locales a los obispos. Así el Cister, con su organización completa, con su Ley fundamental y con su institución tenía cuantos fundamentos sirven para hacer fuerte y vigorosa una asociación humana: fuerza, influencia y riquezas.

Más, con las mudanzas del tiempo, el Cister fue perdiendo las tres cosas. Hoy sus enseñanzas perduran a través de las actuales Ordenes Benedictinas.

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