José Peraza
Hernández
Fue San Benito
uno de los hombres de más valer en su siglo. Nació en Norsia, en la Umbría,
Ducado de Spoleto, en el año 480 y murió en el Monasterio de Monte Casino en el
543. Fue el reformador de la vida solitaria, ascética y contemplativa.
Cuatro siglos
de existencia habían bastado para corromperla, desnaturalizando la intención de
los primeros santos fundadores. Dividido en tres clases ninguna estaba libre de
la relajación de costumbres y amenazaba con destruir lo que los primeros padres
habían denominado como la Religión de Jesucristo. La vida y costumbres de los
ermitaños había llegado a un punto tal de licencia y desenfreno que pedía
urgentes medidas. El mundo pedía una reforma, San Benito fue el encargado de
llevarla a cabo. Nacido de padres ricos amó la humildad y la pobreza desde sus
primeros tiempos. A las altas dignidades de la Iglesia prefería la soledad del
desierto. Después de tres años de absoluto retiro comenzó su predicación y al
poco tiempo ya tenía once casas a las cuales dio regla, reformando las antiguas
y reuniendo a la vida cenobítica multitud de anacoretas y ermitaños vagabundos
que hasta entonces no habían hecho nada bueno, esparcidos como ladrones y
salteadores por las fragosidades de los montes. Establecida la Orden determinó
el futuro santo trabajar con más ardor en la conversión de los gentiles.
Acertando a pasar cierto día por un monte cercano a Nápoles reparó en un
edificio cuyos vestigios habían sido en otros tiempos un templo idólatra y vió
con horror que aquellas ruinas abrigaban aún divinidades del mundo gentilicio a
las cuales rendían culto los ignorantes vecinos de tan pobre comarca.
Indignado, derribó los ídolos y tanta fuerza puso en sus palabras que tardó muy
poco en convertir a aquellas gentes a la Verdadera Fe. En poco tiempo, con
ayuda de los antiguos paganos y de gente mucho más principal elevó un magnifíco
templo que dedicó a Dios y a su Regla. Tal fue el comienzo de la famosa abadía
de Monte Casino, conocida en toda Europa por ser la casa matriz de la Orden
benedictina. Los príncipes lombardos la enriquecieron hasta un grado increíble.
Pero en el año 884, el edificio sufrió su primera gran destrucción durante la
invasión de los sarracenos. Fue reedificado después para, transcurridos los
siglos, quedar nuevamente casi convertido en ruinas en uno de los episodios más
tristes de la II Guerra Mundial al haberse atrincherado los soldados alemanes
en la abadía resistiendo los ataques de las tropas aliadas, inglesas, polacas,
francesas y norteamericanas.
En un lugarejo
de Francia, a dos leguas de Nuits, llamado Citeaux, en español Gister, allá por
el año 1.009, un abad llamado Roberto que dirigía el monasterio de Molesmo en
Francia, huyendo de sus monjes con los que había reñido, fundó, auxiliado por
los señores de la vecindad, otro monasterio al que dió el nombre del pueblo
donde la erección tuvo lugar. Tal fue el origen de la Orden del Cister, cuyo
incontrolable poder en los siglos XII, XIII y XIV atestiguan las crónicas e
historias de todos los reinos de Europa.
La Orden del
Cister, alcanzó su máximo esplendor gracias a un simple monje llamado Bernardo
de Claraval, el mismo que alcanzara la dignidad de santo. Hijo de una noble
familia su vocación a la vida monástica fue tal, que venciendo todas las
resistencias, convenció a sus hermanos, a otros parientes más lejanos y hasta a
su propio padre, ya viudo, para que se decidieran a acompañarle. Tal era su
elocuencia que se decía que las esposas ocultaban a sus maridos pues en
libertad no los creían seguros una vez que Bernardo tomaba la palabra. Baste
decir que su hermana, casada con un opulento gran señor, resistió durante dos
años consecutivos la persuasión, pero al fin, vencida, se retiró a un
monasterio a hacer vida ejemplar. Con sus propias manos y las de sus allegados
edificó el monasterio de Claraval del cual fue su primer abad. A la muerte del
Papa Honorio, los cardenales eligieron otro Papa sin haber publicado antes la
vacante ni convocado en forma el Sacro Colegio. Como esto sucediera en el
monasterio donde murió Honorio, los cardenales que habían quedado en Roma tan
pronto se enteraron de aquellas nuevas decidieron elegir otro Papa y la
elección fue a caer en un judío converso poseedor de grandes riquezas, pero de
raza maldita, según la opinión de aquella época. Se llamaba León y tomó el
nombre de Anacleto y así el Pontificado quedó repartido entre dos Papas,
Inocencio II, el primero y Anacleto el segundo. El cisma lo resolvió el rey de
Francia convocando una asamblea de obispos y señores feudales en la cual San
Bernardo defendió con tal elocuencia los derechos de Inocencio que la decisión
fue de que este quedara en la silla apostólica, declarando ilegal a Anacleto. A
partir de aquel momento el verdadero Papa fue San Bernardo, el hombre más
poderoso del mundo.
Cuando murió,
el Cister era poderosísimo, personificando la civilización y el progreso, a sus
monansterios y abadías acudían los hombres ilustrados que deseaban ampliar sus
conocimientos. Los abades de sus monasterios se oponían a los abusos de los
señores feudales e incluso se atrevían a enfrentarse a los reyes cuando estos
cometían algún desafuero contra sus vasallos. El Cister representó la causa de
la libertad humana y el progreso ante el oscurantismo propio de la época.
Mediaban en los litigios, buscando siempre la justicia en sus fallos no
dejándose dominar por la imposición del poderoso y colocándose siempre al lado
del débil. Impedían las querellas entre las familias y las guerras entre los
reinos. Abrían las puertas de los asilos inviolables de sus claustros a los
perseguidos no por la injusticia, sino por la tiranía. Sus casas, abadías y
monasterios fueron siempre verdaderos templos de la igualdad en donde con
idéntico respeto se trataba al villano que al prócer, se daba de comer al
hambriento y se enseñaba a leer al ignorante. En sus bibliotecas se encontraba
guardado un verdadero tesoro del saber humano, los antiguos textos griegos y
romanos, los tratados de todas las Ciencias que servían de base para recordar
la memoria perdida de lejanas civilizaciones. La capital moral de aquel mundo
tan moral y benéfico era el convento del Cister del cual dependían los cuatro
monasterios más famosos, Firmitate, Ponrtigniano, Claraval y Morimundo, así
como las numerosas abadías, cuyo número era infinito. El abad del Cister era
una especie de Pontífice que regía aquella vasta iglesia enclavada en todos los
lugares del mundo. Basta decir que llegó a contar con más de dos mil religiosos
y otras tantas religiosas. El abad era el general de la Orden, debiéndole los
monjes respeto y obediencia. Tenía derecho al lugar de preferencia en todos los
monasterios. Asumía las jurisdicciones locales. Presidia el Capítulo general
instituido para resolver acerca de las cuestiones generales. La institución
estaba sujeta a una Ley fundamental que se llamaba Carta Charitaris. El objeto
de esta ley fue unir a todos los monasterios e introducir en la Orden
cisterciense el mismo gobierno que Cristo dispuso para su Iglesia. Si esta
tenía su cabeza y el Papa era el padre común de los fieles, el Cister la tenía
también y su abad era el padre de todos los monjes. La Iglesia tenía cuatro
patriarcas, el Cister cuatro monasterios patriarcales, los abades correspondían
a los arzobispos y los abades locales a los obispos. Así el Cister, con su
organización completa, con su Ley fundamental y con su institución tenía
cuantos fundamentos sirven para hacer fuerte y vigorosa una asociación humana:
fuerza, influencia y riquezas.
Más, con las
mudanzas del tiempo, el Cister fue perdiendo las tres cosas. Hoy sus enseñanzas
perduran a través de las actuales Ordenes Benedictinas.
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