Agustín
Armas Hernández
MUCHAS
personas propagan lo excelente de los tiempos que corren, y lo bien que se vive
en la actualidad. Suelo increpar a estos eufóricos optimistas, ¿dónde han
dejado las riquezas espirituales y sensitivas de las cuales antes eran
poseedores? ¡Déjate de tonterías!, suelen responder, llenándose la boca con tan
torpe reacción. Pero, entremos de lleno en el triste acontecimiento que ha
conmovido a toda la ciudadanía portuense. ¡Ha fallecido Don Enrique, «el practicante»
!, corrías la noticia de boca en boca, por toda la actual ciudad turística. Ha
muerto un hombre bueno, repetíase por doquier. De él, de D. Enrique, sí que se
puede decir que poseía riqueza espiritual; era servicial, generoso,
desprendido, etc. y sobre todo poseedor de una gran sensibilidad. Y.… dije,
«actual» ciudad turística, puesto que D. Enrique empezó a patear el Puerto, de
sus amores mucho antes de ser ciudad, y ser turística en plenitud. ¿Quién no
recuerda a este popular practicante desplazándose por las calles del Puerto, en
busca de los pacientes que necesitaban de su saber? Al principio, lo hacía a
pie, puesto que el poseer un coche era en aquel entonces un artículo de lujo.
Mas si lo tuvo tiempo después, ofrecido por la firma Hernández Hermanos. El
vehículo era un pequeño Austin y lo conducía un muchacho de confianza. D.
Enrique lo mismo asistía a curar un herido que a inyectar al enfermo lo
prescrito anteriormente por el galeno de turno. Por aquellos años, la Medicina
estaba más humanizada, y tanto el médico como el practicante atendían a los
enfermos y heridos en sus propios domicilios. Pero, al humanitario practicante
no solamente se le solicitaba por lo relacionado con su profesión, sino también
como amigo y consejero. El aliviaba a los enfermos con su sola presencia, y no
se desprendía de aquel lugar hasta dejar al enfermo tranquilo. Esta terapia la
conseguía con el encanto de la simpatía que le caracterizaba.
Nace D. Enrique González Matos en el Puerto de
la Cruz en las postrimerías del siglo IXX, año de 1899. Formaba parte de una
familia compuesta por 14 hermanos, aparte de sus progenitores, 7 hembras y 7
varones, todos ellos de una simpatía sin par. Recordemos a tres de ellos, que
tuve el honor de conocer, D. Régulo, D. Luis y D. Manuel, ya también
desaparecidos.
A
los veinte años empezó a poner inyecciones y a curar heridos, aún sin título,
siendo aprendiz de D. Santiago Ingram, y también trabajó con D. Isidoro Luz. Al
ser D. Enrique de familia numerosa, no le fue fácil empezar sus estudios de
practicante, pues ninguno de sus hermanos lo ganaba. Fue después de algunos
años, concretamente el 26 de este siglo, cuando, después de ahorrar algún
dinerito, se desplazó a la ciudad de Cádiz para cursar sus estudios de
practicante. Ya establecido en el Puerto
y con su flamante título, contrae matrimonio, en 1929, con doña Candelaria
Herreros Peña (hermana de D. José Herreros Peña). De dicho enlace nacieron seis
hijos: Celestino, Ana María, Luis, Berta, Enrique y Gloria. Este querido
personaje portuense, estaba en posesión de varios títulos honoríficos, como el
de Colegiado de Honor del Ilustre, Colegio, Oficial de Ayudantes Técnicos
Sanitarios —diplomado en enfermería de Santa Cruz de Tenerife—. No obstante, el
título que más apreciaba don Enrique era y seguirá siendo (en forma de
recuerdo) el cariño y respeto que los portuenses sentían por su persona.
Don
Enrique, poeta.
En
una ocasión acudí a su casa invitado por uno de sus hijos. Acepté con mucho
gusto, sabedor de que a D. Enrique le gustaba y practicaba la poesía. Y así fue
que palpé en su propio domicilio la verdad de este hecho y de algo que ya
sabía, pero que me entristeció. El que estuviese ciego. He aquí algunas
estrofas de una de las poesías que recitó en mi presencia y que, si en aquel
entonces tenían profundo sentido, ahora, después de su óbito, y pasado el
tiempo, lo tiene mucho más, puesto que dicha poesía entrañaba un reclamo al
hacedor de la Luz. Veámoslo: ¡Dame la luz Señor! ¿Quién lo insoportable
calladamente soporta, / sin el lamento, el quejido profundo que el corazón
destroza? / ¿Quién sufriendo, no desea abandonar esta permanencia corta y
descender por la infinita escalera de la oscura y fría fosa? / Dame la luz,
Señor, devuélveme la calma / compañera inseparable en mi desolación, / dame la
luz, que está a oscuras mi alma, / y no menos a oscuras mi viejo corazón. Y.…
yo con todos los portuenses añadimos: ¡Dásela Señor! dale la luz que él tanto
ansiaba. Tu Luz, la eterna, y que descanse en paz quien en esta tierra se llamó
Enrique González Matos. Así sea.
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