Manuel Hernández González
El tráfico canario-americano, la única
excepción al monopolio sevillano gaditano hasta los decretos de libre comercio
de la segunda mitad del siglo XVIII, que estrechó los vínculos mercantiles y
migratorios entre Canarias y el mundo caribeño, favoreció un comercio hasta
ahora no valorado, pero que es todavía hoy bien visible en los testimonios que
de él quedan por toda la geografía caribeña, el de las piedras volcánicas
canarias, esenciales para la fabricación de molinos de mano o para las
destiladeras. Un ejemplo de ello lo encontramos en la ciudad de La Habana. En
un impreso de la compañía Forstall,
fechado en esa ciudad el 26 de noviembre de 1859, se encuentran como artículos de importación
de Canarias entre otros piedras de destilar con el valor cada una entre 1 peso
6 reales y 2 pesos, bernegales entre 1 peso 1 real y 1 peso 2 reales y molinos
de piedra de mano entre 1 peso y 1 peso dos reales. En algunos casos como el de
una vieja casa colonial de Trinidad todavía se conoce en una de éstas últimas la
procedencia palmera de su piedra de filtro. En otros sólo queda el testimonio.
Pero es indudable que ese comercio fue muy activo, no por la teórica
rentabilidad del producto, sino por la necesidad ineludible que tenía todo
buque de poseer piedras para lastre, lo que llevó a generalizar esa exportación
que se veía estimulada por la alta valoración que para tales labores y
necesidades cotidianas traía consigo la materia volcánica isleña.
Tal arraigo y difusión tuvo que con la
supresión de ese tráfico en regiones como la República Dominicana durante los
siglos XIX y XX, o más recientemente en Cuba,
llevó a la necesidad de reemplazarla por piedras de canteras locales que se adaptasen en lo
posible a las virtudes de la del archipiélago. Así aconteció en una fundación
canaria en Santo Domingo como fue Baní, en la que el uso de molinos de mano y
destiladeras ha arraigado hasta nuestros días, como ha estudiado el profesor
Walter Cordero. Este caso es una muestra más de la capacidad de adaptación
material de nuestros inmigrantes y sus descendientes en el Nuevo Mundo que,
sometiéndose a las necesidades ineludibles e integrándose en esa nueva realidad
construye sus aperos de labranza y domésticos a partir de los referentes de su
tierra de su origen. Una concomitancia que se puede apreciar también en las
extraordinarias semejanzas entre las cerámicas canaria y dominicana. Lo mismo
podemos apreciar en Cuba, donde en una población de acendradas raíces canarias
como Pinar del Río se extraen en la actualidad piedras para el tallado de
filtros de agua.
LAS DESTILADERAS.
La
destiladera, bien con esa acepción característica de Tenerife y Lanzarote o con
la de pila típica de Gran Canaria y La Palma, está ampliamente representada en
el mundo caribeño hasta el punto de constituirse en el pasado como parte
esencial de la casa, especialmente en la forma de mueble exento. Esa influencia
isleña se puede apreciar en su disposición con tres compartimentos
superpuestos. En el superior el objeto preferente de importación, la piedra de
destilar en forma de semiesfera ahondada con un reborde para apoyarse en un
bastidor. En el segundo el bernegal, una
vasija de barro grande y achatada, que tiene la tabla o anaquel que divide la
destiladera en dos partes casi iguales. La inferior se emplea en ocasiones como
fresquera.
De su difusión por tierras americanas
ya se hizo eco en el siglo pasado Elías Zerolo, que reseña que “en gran parte
de América se usa este mueble, dándole el mismo nombre que en Canarias en el
Perú y en Chile y el de tinajero en Venezuela y creemos que también en Cuba”.
En Méjico se da similar consideración a ese mueble. En Cartagena de Indias,
como recoge Marco Dorta, existen tinajeros en forma de alacena con grandes
vasijas para refrescar el agua. Tal extensión y arraigo tuvo que el propio
Diccionario de la Real Academia considera esa voz un americanismo comúnmente
aceptado como tal en México, Perú y Chile.
Es precisamente la identidad de la
piedra de destilar lo que determina la forma de la destiladera y lo que
establece la más notoria diferencia entre ésta y los tipos corrientes y más
difundidos de emplazamiento de los cántaros de agua. Es esta disposición la que
lo vincula con las Islas con tales características. Viera y Clavijo en su
Diccionario de Historia Natural la define propia de “cantera arenisca, de
textura áspera, porosa y de un blanco pardusco. Compónese de granos de arena,
menudos, groseros, iguales, amarillentos, en disposición de conservar ciertos
intersticios, por los cuales se filtra el agua, saliendo destilada y más pura.
Hállase esta famosa cantera a las orillas del, en la costa de Guanarteme, a la
banda norte de la isla de Canaria. De ella hace mención, como piedra peculiar
del país, Walterio en su Mineralogía. Se nota que, luego que se saca del agua,
está blanda, pero, puesta al aire, se va poco a poco endureciendo. Sabido
es que para el efecto de hacer filtrar
el agua por ella, se corta en figura de medio huevo, socavado por dentro, con
un borde cuadrado, a fin de suspenderla de un armadijo de madera; así, el agua,
de que se llena, pasa por los poros insensibles de la piedra, y se van
reuniendo lentamente sus gotas en el centro de la parte más baja del medio
huevo, de donde caen el al bernegal o
talla, que las recibe. El uso general que se hace en nuestras islas de estas
destiladeras, se dirige al mayor aseo, y no, como juzgo el viajero Le Maire,
porque el agua de nuestras fuentes sea de bondad mediocre. De estas piedras se
ha hecho siempre en nuestras islas un buen comercio, y algunos autores de viaje
aseguran que en el Japón, a donde las han llevado y tienen mucho uso, las creen
una especie de esponja petrificada”. En las Actas de la Económica grancanaria
el clérigo ilustrado añadió también otra cantera en Arrecife de la que “se hace
comercio exterior de alguna consideración”.
Esa presencia de la piedra de destilar es una
constante en Venezuela. La forma de la
piedra de destilar es idéntica en Venezuela, incluso en el Estado Táchira, y en
Canarias. Aunque no podemos afirmarlo
con rotundidad es probable que se dedicase a ello en el barrio habanero de
Jesús del Monte, de honda presencia canaria, el isleño de 50 años Salvador
Espíndola. En el censo de ese año aparece registrado con el oficio de pilador.
Es bien significativo al respecto que
la vasija de barro grande y en forma de tinaja achatada reciba en Venezuela la
denominación de bernegal, con el rango de venezolanismo, lo que demuestra lo
que es evidente, la notable influencia de la colonización canaria que ha
contribuido a configurarla como elemento esencial de la vivienda tradicional
venezolana, con idéntica acepción.
Cuba, Puerto Rico y República
Dominicana es también elemento habitual. En ese primer país, con la acepción de
tinajero, se califica como mueble criollo generalizado en toda la isla, hasta
el punto de ser, como reseña Anita Arroyo, “pieza central de la casa, por
satisfacer una necesidad imperiosa en nuestro clima reverberante: la de apagar
la sed”. Su disposición era idéntica a la nuestra con “una piedra ahuecada que
hacía la función de filtro”. Cirilo Villaverde en su Cecilia Valdes describe el
comedor con “el correspondiente tinajero, armazón piramidal de cedro, en que
persianas menudas encerraban la piedra de filtrar, la tinaja colorada
barrigona”.
En Puerto Rico su papel en el hogar ha
sido reseñado dentro de los estudios sobre la alimentación del puertorriqueño.
Con el nombre de tinajero coincide en todos los detalles con el isleño con su
“piedra de destilar sostenida por sus bordes y debajo de ésta una vasija de
barro, grande y de forma de tinaja achatada, donde se recoge el agua
destilada”.
En la estadística de Escolar se recoge
esa exportación a América a fines del siglo XVIII y principios del XIX.
Mientras que hubo tal tráfico fue un capítulo de cierta entidad, al jugar
también el papel de lastre en las embarcaciones. De La Palma fueron exportadas
allí en 1801 416 docenas. Su precio corriente en las Islas era de 25 reales de
vellón, por lo que supuso un ingreso de 6.240. Desde Tenerife se remitieron al
Nuevo Mundo 28 en 1802, 73 en 1803, y 141 en 1804. Su precio corriente se
estimó en el doble del palmero, 30 reales, por lo que representaron un ingreso
de 7.260. Esa misma aduana hace constar que por esas fechas se recibieron 63 en
La Guaira y 60 en La Habana. Pero, sin duda, por esas características de servir
de lastre, su cantidad fue ciertamente superior, lo que explica su conversión
en elemento insustituible de la vivienda caribeña.
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