Javier Lima Estévez
La novela Un
pueblo cualquiera, publicada seis décadas atrás en Madrid por el polifacético
sacerdote y periodista realejero José Siverio Pérez (1928-2019), incluye veinte
capítulos que se distribuyen a lo largo de 148 páginas.
A continuación, reproduciremos el capítulo bajo el título “El cura no comía pavo” respondiendo, con ello, a una doble finalidad. Por una parte, son unas páginas que transmiten la nostalgia y la soledad descrita por un cura rural ante la llegada de la Navidad, lejos por primera vez de su familia y, por otra parte, nos ilustran y sirven como sencillo homenaje a una obra del recordado José Siverio Pérez.
“El cura no comía
pavo”
Es indudable que
la Navidad tiene un sabor eminentemente hogareño. Yo he aprendido a compadecer
a los que, por una razón o por otra, se ven obligados a pasar estas fiestas
lejos de la familia.
Pensaba en los
misioneros de tierras ignotas, en los desterrados, en los emigrantes, en los
vagabundos. Y en el fondo los consideraba más felices que yo. Pero esto era
como una tentación; lo advertí a tiempo y la aparté en seguida.
La tarde del día
24, nubosa y fría, la gasté integra en el trabajo de la iglesia. Lo dispuse
todo como en las grandes solemnidades. Dios sabe con cuanto amoroso fervor preparé
el pequeño altarcito con la cuna del Divino Infante. A falta de flores, recurrí
a las ramas verdes de olivo y romero.
Ya casi de noche,
poco antes de cerrar, quemé unos granos de incienso en la nave central.
Enseguida se esparció su aroma y quedó todo el santo recinto suavemente
perfumado. Olía a fiesta, a solemnidad extraordinaria.
Era muy oscuro,
al marchar a casa, y no se veía a nadie por los alrededores. Si acaso, alguno
que iba de prisa a cenar con los suyos.
Yo era el que no
tenía que apresurarse.
En la casa
rectoral había frío, humedad. Desde la ventana dejé vagar la mirada por todo el
caserío.
Se veía luz en
todas las ventanas. El cielo estaba plomizo; amenazaba nevar de un momento a
otro.
De vez en cuando,
me llegaba el lejano repiqueteo de panderetas y castañuelas.
Sobre la mesa encontré el paquete de aguinaldo que mi madre me había enviado aquella mañana. Lo abrí despaciosamente, recreándome en el placer de desatar, uno a uno, los nudos del embalaje.
Peladillas,
bombones, turrón, chocolate y un vistoso tarjetón de animado colorido;
representaba una curiosa orquestina de angelitos anunciando el gozo celestial
de la Nochebuena. Besé emocionado las cariñosas palabras de felicitación que
con mano temblorosa mi padre había escrito en el reverso de la postal.
Otra vez en la
ventana, sentía deseos de llorar. Estaba comenzando la nevada.
Medité un momento
en la consternación de los Santos Esposos cuando todas las puertas se les
cerraron en Belén y hubieron de refugiarse en el abandonado establo.
¡Qué noche, Dios
mío! Vino a los suyos y los suyos no le recibieron. Noche de amorosos
misterios, noche de locuras divinas… ¡Qué noche, Señor!
Era la primera
vez que la pasaba yo a solas, lejos de los mimos de la casa.
No tenía ganas de
cenar, pero casi maquinalmente me dirigí a la cocina.
Encendí fuego.
Puse a calentar
un poco de leche. Todavía me quedaba carne de la enlatada; «carne de Mérida»,
la llamaban en el pueblo.
Cené sin apetito,
como a la fuerza.
Y sonreí con pena
a este pensamiento: ¡Cuántos hay todavía que, para expresar más gráficamente el
haber comido a gusto, suelen decir “he comido como un cura”!
Pues ¡ahí es
nada! Ya debieran venirse esta noche a verme por el agujero de la cerradura en
mi cena de Nochebuena.
Pero me pareció
un exceso de vanidad y no quise continuar pensando en ello.
Las golosinas que
mi madre me enviara tuvieron la virtud de operar el milagro del cambio. Era
otro hombre cuando observé que se habían acabado las peladillas y los bombones.
Así, alegremente, con el júbilo de la Nochebuena brincándome en el alma, salí a la plaza, donde ya se iban reuniendo mis feligreses. Aguardaban la hora de la misa. La rondalla de los mozos cantaba villancicos.
Había dejado de
nevar.
Vino un grupo de
mozas a pedirme, de parte de los muchachos, que si les dejaba tocar y cantar
villancicos durante la misa. Era la costumbre.
Les di mi
autorización tan amplia cuanto fuere necesario.
¿Qué habrían
dicho los de la Comisión Diocesana de Música Sagrada?
Desde la ciudad
episcopal hubieran fulminado su anatema; pero, de ser curas de aldea, habrían
hecho lo que yo. Estaba seguro de ello.
Siempre recordaré
con agrado aquella Misa del Gallo en Cascajales el primer año de mi ministerio
parroquial.
Resultó muy lucida.
Los mozos no cesaron con sus villancicos desde el introito hasta el final; eran
romances antiguos, a solo y coro, muy ingenuos, rebosantes de piadosa ternura.
Durante la
consagración tuvieron la gentileza de interpretar, motu propio, la Marcha Real con
sus bandurrias, sus guitarras, sus panderetas y sus tamboriles.
Ni siquiera al
final, durante el besamanos del Niño, dejaron de cantar.
¡Había que verlos
llegar, uno tras otro, haciendo sonar su respectivo instrumento!
Se acercaban, se
inclinaban trabajosamente, con las manos ocupadas en rasguear las cuerdas,
besaban la bendita imagen que yo les ofrecía y se retiraban a un lado. Así
todos, ellos y ellas, cantando hasta que no quedó nadie en la iglesia y se
apagaron las luces.
Aunque ha llovido
mucho sobre aquella fecha, yo no olvidaré nunca la triste alegría de mi primera
Nochebuena de cura rural.
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