Iván López Casanova
¡Qué gran libro La bailarina de Auschwitz, de Edith
Eger! En su narración autobiográfica, la autora cuenta su peripecia desde
Hungría hasta el famoso campo de concentración, donde llega con dieciséis años.
El propio Dr. Mengele la destina a los barracones para mujeres judías,
separándola de su madre que morirá poco después en una cámara de gas. Más
tarde, reaparecerá Mengele y preguntará por una interna danzarina de ballet, y
le dirá: «Pequeña bailarina, baila para mí». Y Edith danzará en el infierno.
Pero la obra está escrita en 2017 −sin resentimiento y con belleza literaria− cuando Edith Eger es una reconocida psicóloga
que ha aprendido a encontrar el sentido a su vida de superviviente del horror.
Y a quienes han vivido «la existencia desnuda», en la expresión de Viktor
Frankl, conviene escucharlos atentamente. Porque, de alguna manera, en toda
vida se entrelazan momentos de alegrías y gozos, con desamores, heridas
biográficas, dolor y sufrimientos. Y para saber cómo transitar por estas zonas
sombrías, el magisterio de Eger resulta inigualable.
Lo primero que me llama la atención es que el
sufrimiento amplía la capacidad de comprensión del fondo de lo humano –mientras
que la vida hedonista lo oscurece, dicho sea de paso−. Por eso me impresiona mucho el apunte de Eger en
relación a cuál es el «diagnóstico más habitual» de las personas que trata, tras una dilatada
experiencia como psicóloga: «Diría que es el hambre. Estamos hambrientos, Tenemos
hambre de aprobación, de atención, de afecto. Tenemos hambre de libertad para
aceptar la vida, conocernos y ser realmente nosotros mismos».
Además, esto lo reconoce para ella misma, con
emocionante sinceridad: «Durante gran parte de mi madurez, creí que mi
supervivencia en el presente dependía de mantener encerrado el pasado y sus
tinieblas». Incluso, también aclara: «Pero, con el tiempo, he aprendido que
puedo decidir cómo reaccionar ante el pasado. Puedo sentirme desgraciada o
esperanzada». De hecho, una vez que ella consigue encontrar el camino para
salir de la cárcel que la aprisiona, concibe su libro para intentar ayudar a
otros a «descubrir cómo escapar del campo de concentración» pequeño o grande
que encierra toda vida, para pasar de ser «víctimas a supervivientes».
Y nos ofrece una idea muy sugerente, la comprensión
de una diferencia importante: «El sufrimiento es universal. Sin embargo, el
victimismo es opcional». Es decir, que todos en algún momento de la vida
sufriremos porque la vida es así, porque eso viene del exterior y resulta
inevitable. Ahora bien, lo que sí podemos evitar es el victimismo, porque
procede del interior: «Nos convertimos en nuestros propios carceleros cuando
optamos por limitarnos mediante la mentalidad de víctima». Para ello, nos
confiesa que a ella le llevó tres décadas descubrir que la clave es cambiar la
pregunta de ¿por qué a mí?, por la de «¿qué puedo hacer con la vida que he
recibido?». ¿No resulta la mejor definición de la valentía existencial?
Edith Eger nos enseña que «el tiempo no cura. Lo que
cura es lo que haces con el tiempo». Porque «tal vez curar no consista en
borrar la cicatriz, curar es apreciar la herida», lógicamente porque se ha
aceptado, encontrando así sentido al dolor aceptado: entonces salimos de la
prisión más grande, la que está en nuestra mente.
Viktor Frankl, otro superviviente de Auschwitz,
vislumbró que el sentido se halla fuera de nosotros. Es decir, que para
encontrar respuesta a la pregunta qué puedo hacer con mi propia vida, heridas incluidas,
necesito encontrar un por qué superarlas. Y en ese porqué siempre aparece un
alguien externo, un amor: hijos, novia, esposa, un ideal, unos valores o Dios.
No podemos transitar por el mundo sin una
interpretación. Y eso hace que necesitemos encontrar sentido para la vida, que
estemos siempre intentando descifrarla.
En suma: para la batalla real, para vencer el
victimismo que confunde y paraliza, la preciosa virtud de la valentía.
Iván López Casanova, Cirujano General.
Escritor: Pensadoras del siglo XX y El sillón de
pensar.
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