Gregorio Dorta Martín
Recuerdo que
almorzaba en un lugar que no conocía. Era muy pequeño de edad, tal vez 8 a 9
años, no más y el calor del fuego daba una sensación de bienestar que invitaba
a permanecer allí durante mucho tiempo. Recuerdo las paredes de la estancia
eran blanca y casi no había mucho mobiliario que acompañara a la mesa y a las
sillas, ni tan siquiera un televisor que para aquella etapa era muy complicado
y que aún no llegaba a nuestros hogares y menos un teléfono que en esa ciclo
brillaba por su ausencia en el barrio. El único que había era el de Don Miguel
Pérez que tenía en su pequeño comercio al lado del puente del barrio.
Degustaba con placer
la comida con toda la familia que había sobre el plato y junto a mi estaba mis
abuelos. Seguramente en aquel lugar celebramos la llegada de mi padre que
regresaba de uno de sus viajes de los cuatro que hizo a Venezuela, la de Pérez Jiménez
que por cierto en nada tiene que ver con la actual la del ignorante Maduro.
Aquella fue una era muy prospera y Venezuela estaba muy de moda no solo en mi
familia sino en todos o la mayoría de la gente de la zona. Aquí en la isla todavía
el turismo no tenía la fuerza que luego hubo con el paso de los años. Mis
abuelos, me avisaban del peligro que corría mi vida y la de mis amigos si
seguía jugando a la pelota en la misma carretera general y que atraviesa el
barrio de un lado a otro. Recuerdo que jugábamos los amigos y uno hasta dos
horas en aquel tramo, donde pasaba un coche de San Juan a Corpus. No había
tanto peligro como mis abuelos me querían comentar y que yo resignadamente le
asentaba con la cabeza. De la misma manera preocupaba, pues era un niño
precavido y todos mis actos están sujetos a un código de prudencia heredado de
mi padre. Me sentía muy bien en aquella situación de abundancia y de compañía, aunque me asustaba que mi
querida abuela me hubiera venido a visitar con tanta inquietud preocupada por
un nieto que no causaba muchos problemas a la familia. Noté unos pequeños
golpes sobre mi brazo derecho, que se encontraba desnudo sobre la misma mesa.
Mi corazón latía con rapidez y un sudor frío empezó a recorrer mi cuerpo. Me
desperté sobresaltado y vi que una señora bella, madura y con una pamela que
tapaba su cabeza, alzo la cabeza y traía entre sus manos una comida que era la
primera vez que yo la había visto en mi vida. Era una especie de tortilla sin
papas, pero muy parecida a una rueda de un coche con varios pedazos regados por
encima y con un olor que me dejaba boquiabiertos. Para mi padre no fue sorpresa
ninguna porque ya conocía suculento manjar en sus viajes a América.
Dijo, con voz
educada, pero alta: “Bambino, abre paso”, refiriéndose a mí.
La señora italiana
que no recuerdo su nombre vivía en la Vera, frente de donde nos encontramos en
un lugar al lado del Bar de Felipe el cuál se conocía por el Cortijo, frente al
mismo allí estaba su habitáculo, su casa y la italiana tenía dos hijos que me
han comentado aún siguen viviendo en ese sitio del barrio.
Era una mujer alegre,
dicharachera, abierta y tenía algo muy especial que ya nos recordaba alguna actriz
italiana de esa etapa que veíamos algún domingo en el Cine de la Vera, sobre
las cuatro de la tarde. Aquel manjar de comida que puso sobre la mesa era PIZZA
y estaba caliente, recién sacada del horno. A mí y mis hermanos nos llamaba
poderosamente la atención, ya en nuestras manos nos parecía un fino bocadillo
de gusto muy variados, lo que sabemos que era la primera vez que comía pasta
italiana que ya nuestro padre nos hablaba o nos había contado de su estancia en
Caracas con sus amigos italianos.
Esa señora italiana marcó
también algo nuestra infancia en el barrio. La trasera de su casa daba a un
huerto y el mismo estaba cerca de un pequeño estanque que mi padre cuando
regaba la pequeña platanera que tenemos detrás de nuestra casa e íbamos a
buscar el agua de regadía a ese estanque e hizo esa señora italiana que de su
nombre no recuerdo una gran amistad no solo con mi familia, sino con todo el
barrio. Gente que se adaptó a nuestras costumbres y que nos enseñó a comer ese
rico manjar que era la pasta italiana y que ellos le decían Pizza. Fue la
primera vez que oía hablar de la misma y la embajadora fue esa señora que aún
conservo su forma peculiar de vestir, calzar, andar en mi mente. Precioso
recuerdo de mi etapa de niñez que no lo cambio por nada. Recuerdo por la mañana
su manera peculiar de saludar a los vecinos del barrio.
-- Buongiorno.
Vecinos?
--Buenos días, señora
italiana.
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