Salvador
García Llanos
Así lo vieron, así lo
interpretaron aquellos pintores extranjeros que fijaron su residencia en un
Puerto de la Cruz lleno de encantos y de atractivos naturalistas que brindaban
una paisajística idónea para los lienzos. Es “El Puerto en la colección del Instituto
de Estudios Hispánicos de Canarias”, una exposición cuya apertura sirvió de
despedida a los dieciocho años de ejercicio presidencial del profesor Nicolás
Rodríguez Munzenmaier, a quien el comisario de aquélla, Eduardo Zalba, dedicó
unas afectuosas palabras de gratitud y reconocimiento.
Con una inevitable
licencia para la añoranza o la nostalgia, la exposición condensa una visión del
jardín botánico del siglo XIX y hasta seis enfoques de San Telmo en cuadros de
factura más reciente. Los fondos de arte del IEHC atesoran, en efecto, más de
una veintena de paisajes que, realizados sobre distintas técnicas pictóricas y
en distintas épocas históricas, se pueden contemplar durante todo el mes de
julio. Ya son quinientos, por cierto, los cuadros que alberga esa rica
pinacoteca del Instituto, siempre reivindicada hasta que cristalice la idea de
que sea la futura remodelación del parque San Francisco el espacio que albergue
tan valiosa colección.
Una fotografía de
1958 titulada “El suizo pintando en la batería de Santa Bárbara” (que siempre creímos que se trataba del
acuarelista tinerfeño Ruano) antecede al recorrido pictórico. Es una fotografía
que simboliza el Puerto de antaño, el que se abría al turismo y en el que era
frecuente encontrar esa estampa del autor en plena tarea, rodeado de nativos y
niños curiosos mientras los extranjeros se lanzaban a la búsqueda de rincones y
tipismo que atraían su atención.
Sea el Suizo sea
Ruano, ese Puerto de la Cruz interpretado en las acuarelas de Mario Martín o de
Gregorio Ábalos, en sus primeras y elementales entregas, sigue llamando la
atención. En la inauguración estaba, por cierto, un autor superviviente,
Teófilo Galán Ulla, donante además de un cuadro que está en pleno proceso de
reconstrucción supervisado por él mismo. Al lado del sueco Acke Fernander,
están los óleos de Luis Ibáñez, dedicado años más tarde a la decoración,
solicitado incluso por César Manrique. El bajío contiguo a la marea, hoy
terrenos del futuro parque marítimo, quedó plasmado en la acuarela de un
excelente profesor de dibujo, Cristóbal Garrido Luceño. Gilbert Kovll nos dejó
en 1963 una singularísima visión de la plaza del Charco, ceñida casi a la
ñamera y a los laureles de indias. El rostro recio de los hombres de la mar lo
captó la belga Anna Vandeputte. El finlandés Stig Akerval también dejó su
sello, junto al del austríaco Norbert Klamt cuya paleta, estilo Germinal,
prefieren en el Instituto para ilustrar la portada de alguna edición futura.
Con tinta sobre papel
pintó Manuel Sánchez en 1957 y Jesús Ortiz también dejó una preciosa acuarela.
El sueco Bo Bergström hizo un óleo sobre tabla en 1970 con el patio del antiguo
cuartel de la Guardia Civil . Y original del inglés P.Crock, de 1866, hay una reproducción
fotográfica de una acuarela sobre papel del jardín botánico felizmente
rescatada y que ha quedado bien resguardada por razones de seguridad.
Aquellos autores que
lograban exponer en el Instituto cedían luego una de sus obras para los fondos.
Ahí están las muestras del francés Jacques Montagne, de Francisco Leal Páez y
del malogrado artista local José Manuel Hernández Pacheco quien dejó en tinta
la iglesia de San Francisco como muy pocos lo han hecho. Entre esos pocos está
otro francés, Jacques Guillery, quien en 1964 ‘retrató’ el sin par rincón de la
plaza del Doctor Víctor Pérez, antesala ajardinada de aquel templo. Un
carboncillo (1971) de gran tamaño del catalán Esteban Frigola, a quien
conocimos y tuvimos por vecino, completa esta sugerente y contrastada
interpretación pictórica de la ciudad, válida, desde luego, para evocar.
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