Javier Lima Estévez
“El cura no
comía pavo”
Es indudable
que la Navidad tiene un sabor eminentemente hogareño. Yo he aprendido a
compadecer a los que, por una razón o por otra, se ven obligados a pasar estas
fiestas lejos de la familia.
Pensaba en los
misioneros de tierras ignotas, en los desterrados, en los emigrantes, en los
vagabundos. Y en el fondo los consideraba más felices que yo. Pero esto era
como una tentación; lo advertí a tiempo y la aparté en seguida.
La tarde del
día 24, nubosa y fría, la gasté integra en el trabajo de la iglesia. Lo dispuse
todo como en las grandes solemnidades. Dios sabe con cuanto amoroso fervor
preparé el pequeño altarcito con la cuna del Divino Infante. A falta de flores,
recurrí a las ramas verdes de olivo y romero.
Ya casi de
noche, poco antes de cerrar, quemé unos granos de incienso en la nave central.
Enseguida se esparció su aroma y quedó todo el santo recinto suavemente
perfumado. Olía a fiesta, a solemnidad extraordinaria.
Era muy
oscuro, al marchar a casa, y no se veía a nadie por los alrededores. Si acaso,
alguno que iba de prisa a cenar con los suyos.
Yo era el que
no tenía que apresurarse.
En la casa
rectoral había frío, humedad. Desde la ventana dejé vagar la mirada por todo el
caserío.
Se veía luz en
todas las ventanas. El cielo estaba plomizo; amenazaba nevar de un momento a
otro.
De vez en
cuando, me llegaba el lejano repiqueteo de panderetas y castañuelas.
Sobre la mesa
encontré el paquete de aguinaldo que mi madre me había enviado aquella mañana.
Lo abrí despaciosamente, recreándome en el placer de desatar, uno a uno, los
nudos del embalaje.
Peladillas,
bombones, turrón, chocolate y un vistoso tarjetón de animado colorido;
representaba una curiosa orquestina de angelitos anunciando el gozo celestial
de la Nochebuena. Besé emocionado las cariñosas palabras de felicitación que
con mano temblorosa mi padre había escrito en el reverso de la postal.
Otra vez en la
ventana, sentía deseos de llorar. Estaba comenzando la nevada.
Medité un
momento en la consternación de los Santos Esposos cuando todas las puertas se
les cerraron en Belén y hubieron de refugiarse en el abandonado establo.
¡Qué noche,
Dios mío! Vino a los suyos y los suyos no le recibieron. Noche de amorosos
misterios, noche de locuras divinas… ¡Qué noche, Señor!
Era la primera
vez que la pasaba yo a solas, lejos de los mimos de la casa.
No tenía ganas
de cenar, pero casi maquinalmente me dirigí a la cocina.
Encendí fuego.
Puse a
calentar un poco de leche. Todavía me quedaba carne de la enlatada; «carne de
Mérida», la llamaban en el pueblo.
Cené sin
apetito, como a la fuerza.
Y sonreí con
pena a este pensamiento: ¡Cuántos hay todavía que, para expresar más
gráficamente el haber comido a gusto, suelen decir “he comido como un cura”!
Pues ¡ahí es
nada! Ya debieran venirse esta noche a verme por el agujero de la cerradura en
mi cena de Nochebuena.
Pero me
pareció un exceso de vanidad y no quise continuar pensando en ello.
Las golosinas
que mi madre me enviara tuvieron la virtud de operar el milagro del cambio. Era
otro hombre cuando observé que se habían acabado las peladillas y los bombones.
Así,
alegremente, con el júbilo de la Nochebuena brincándome en el alma, salí a la
plaza, donde ya se iban reuniendo mis feligreses. Aguardaban la hora de la
misa. La rondalla de los mozos cantaba villancicos.
Había dejado
de nevar.
Vino un grupo
de mozas a pedirme, de parte de los muchachos, que si les dejaba tocar y cantar
villancicos durante la misa. Era la costumbre.
Les di mi autorización
tan amplia cuanto fuere necesario.
¿Qué habrían
dicho los de la Comisión Diocesana de Música Sagrada?
Desde la
ciudad episcopal hubieran fulminado su anatema; pero, de ser curas de aldea,
habrían hecho lo que yo. Estaba seguro de ello.
Siempre
recordaré con agrado aquella Misa del Gallo en Cascajales el primer año de mi
ministerio parroquial.
Resultó muy
lucida. Los mozos no cesaron con sus villancicos desde el introito hasta el
final; eran romances antiguos, a solo y coro, muy ingenuos, rebosantes de
piadosa ternura.
Durante la
consagración tuvieron la gentileza de interpretar, motu propio, la Marcha Real
con sus bandurrias, sus guitarras, sus panderetas y sus tamboriles.
Ni siquiera al
final, durante el besamanos del Niño, dejaron de cantar.
¡Había que
verlos llegar, uno tras otro, haciendo sonar su respectivo instrumento!
Se acercaban,
se inclinaban trabajosamente, con las manos ocupadas en rasguear las cuerdas,
besaban la bendita imagen que yo les ofrecía y se retiraban a un lado. Así todos,
ellos y ellas, cantando hasta que no quedó nadie en la iglesia y se apagaron
las luces.
Aunque ha
llovido mucho sobre aquella fecha, yo no olvidaré nunca la triste alegría de mi
primera Nochebuena de cura rural
muy bonito
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