Gregorio Dorta Martín
Don Benjamín Afonso fue mi primer
maestro. Era un maestro nato. En el segundo curso de la primaria le ayude mucho
en su cometido. Tal vez por ser un niño tímido y de gran altura, el mayor de la
clase de una treintena de alumnos. Fui uno de sus elegidos o preferidos. Al
poco tiempo me dio libertad de acción y me puso ante el resto de compañeros en
algún apuro.
No estoy listo para esto—objeté.
¡Claro que lo estas! Insistió.
Y más de lo que te imaginas. Creyó y
confió en mí. En cierta oportunidad nos dio un trabajo a todos los alumnos para
hacer en casa, de un folio como mínimo y tres como máximo, sobre la escuela y
como ya gustaba tanto de escribir hice, si mal no recuerdo cinco folios, me
pase. Sin embargo, al siguiente día se lo entregue. Pensaba que lo iba a botar
a la papelera e hizo todo lo contrario. Una vez leyó todo el texto, lo revisó y
lo aprobó. Aquel día me sentí muy feliz. Había aprendido dos grandes lecciones.
Era capaz de lo que pensaba y no hay nada mejor que hacer frente a los grandes
retos.
Y Don Benjamín Afonso siguió retándome.
Como a la hora de ir al campo de fútbol, otra de mis pasiones, el deporte, un
perro de un vecino de grandes dimensiones, se atravesó en mi camino y me había
puesto tembloroso contra la pared y estuve mucho tiempo sin moverme y puso su
terrible y larga cara contra la mía, respirando boca con boca, diente por
diente, ojo por ojo, desde ahí nació mi manera de tenerle terror e incluso
pánico a estos animales por muy pequeño que fuera. Pero él, mi maestro era de
la idea de que hay que encarar los miedos, con mucha valentía. Un día me dijo:
--Tienes que escribir sobre un perro
vagabundo.
Ya le dije que no pienso escribir de
ningún animal vagabundo- proteste- Y menos de estos animales. De cualquier
modo, no sé mucho de ellos.
--Pero si tú sabes más que sus propios
dueños- respondió-
Date prisa. Hay que presentar este
nuevo trabajo, antes del comienzo de las vacaciones. Me calme poco a poco, y al
cabo de un buen rato puse mano a la obra.
Gracias, me dijo el maestro—
Me alegro de haber podido ayudarle-
contesté.
De vuelta a casa, afirmaba sonriendo:
Ya le voy a perder el miedo a los
perros, sea cual fuera su tamaño. Sin embargo, todo me sembraba las dudas.
¡De ninguna manera! No quiero saber más
y menos de escribir sobre estos terribles sabuesos.
Como era de esperar mi maestro desde
entonces todos los días me preguntaba cómo iban mis escritos sobre estos
cachorros. Lo cierto que con todo ello fue ganando en confianza y mi formación
iba viento en popa, y mi primer maestro y mis padres estaban encantados con mi
gran progreso. Un día anuncié.
No puedo hacerme cargo yo solo siendo
aún un niño de todo esto.
Confió en ti- dijo al cerrar la puerta
de la escuela y salir de clase. Poco a poco llegue a ver que Don Benjamín
Afonso, con su ejemplo, era un maestro con mucho mérito, de valores
fundamentales, respetado por su integridad, su experiencia de la vida y de las
cosas y de su gran sentido común. Los niños de la escuela de la Vera fuimos
siempre muy importantes para él. Sin alguno de nosotros no comprendía lo que a
veces nos decía, lo repetía hasta la saciedad, hasta que se disiparan toda
clase de duda.
La Vera, mi barrio está en deuda con
este ejemplar maestro. La gente de mi edad mucho le debemos a Don Benjamín
Afonso. Y me enorgullece haber contribuido al desarrollo de mi escuela y de
contar con un maestro que dio todo por sus alumnos y por su barrio.
Mi nombre es Richard Alexander Carrera Diaz, tengo 31 años soy hijo, de una hija, de una de las hijas del ilustre personaje descrito con una carga hermosa de recuerdos y sensaciones por medio de tus palabras y, te agradezco inmensamente, pues para llegar al dorado, debemos seguir las migas de pan, y este legado de mi antepasado aún vive en todo lo que el pudo alcanzar y en la genética misma que vive en sus predecesores. Muchas gracias por la reseña.
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