Hoy
he estado por primera vez en un gran centro comercial, uno de esos que
denominan Grandes Superficies. Nada tiene que ver con el pequeño comercio de
doña Concha Cantare, que está a dos pasos, muy cerca de mi casa, con sus cuatro
verduras colgadas del techo, sus latas de sardinas y atún en la vieja vitrina,
sus grandes bolsas de 50 kilos de azúcar y arroz sobre el duro suelo; las
ristras de cebolla y ajos junto a las latas de aceite y la vieja pesa de hierro,
con sus correspondientes pesos, cada uno con su número, a lo largo del
mostrador de madera del antiguo comercio.
Doña
Concha Cantare es una mujer hechicera, amable, encantadora y bondadosa donde
las haya, muy popular entre los vecinos. Detrás del mostrador atendió a mi
tatarabuela, a mi abuela, a mi madre, a mi suegra y ahora también me atiende a
mí. Aunque no sé si podrá hacerlo con mis nietos.
Ella
es famosa en el vecindario por su forma de llevar las cuentas. En su pequeña
libreta no hay números, solo redondeles, circunferencias anotadas sobre un
blanco inmaculado. Es muy raro que ella se equivoque; con su cabeza y su
libreta como únicas armas, cuadra los totales haciéndolos coincidir con
precisión con las cantidades que uno le adeuda cada mes que ella da de plazo.
Doña
Concha Cantare es parte de la familia. Nos conoce, no solo a mí y a mi familia,
sino también a todos los vecinos. Jamás le he escuchado una crítica destructiva
sobre algún vecino del barrio. Siempre tan amable, tan bondadosa con los abuelos,
con los padres, con los hijos. Realmente ella es única.
No
sé muy bien qué futuro le espera a este pequeño comercio que tanto arraigo ha
tenido entre diferentes generaciones de vecinos. Si sus hijos continúan con el
pequeño negocio espero que las grandes superficies no acaben con él.
Como
decía, hoy he ido, por primera vez en mi vida, a hacer la compra fuera del
barrio, a una de esas moles del consumismo más desaforado y, la verdad, no me
ha gustado nada. Me lo habían recomendado mis vecinos y algunos amigos, amén de
la publicidad con la que nos bombardean a través de los periódicos y demás
medios. ¡¡Llévese tres y pague dos!! ¡¡Si lo encuentra más barato, le
devolvemos su dinero!! ¡¡Hoy es el día de la madre, mañana del padre y luego
del perro, del gato...!!
Para
mi mujer y mis hijos era como el primer día de vacaciones. Yo, ya de entrada,
estaba en desacuerdo, sin embargo estaba dispuesto a todo con tal de que la
familia pasara un día maravilloso, y se les veía tan felices y
contentos...
El
centro comercial está a 50 kilómetros de mi casa. Tengo dos hijos, uno de diez
y otro de seis años a cuál más inquieto. Nada más subirse al coche, entre
juegos, empujones y quejas, ya ponen a prueba mi paciencia y a punto estoy de
perder los nervios. Yo conduzco con mi mujer al lado, mientras los niños
revolotean en los asientos de atrás. Ellos chillan y nosotros tratamos de
dialogar, pero al final terminamos los dos peleándonos a grito limpio. Después
de pasar ya el mal trago de la distancia, al fin llegamos al centro comercial.
Es imposible equivocarse con esos carteles enormes que anuncian tu llegada. Los
niños los leen en voz alta: “Beba Coca-Cola de día y de noche”. Mira, mamá esto
va para ti: “Lejía el Herrero; lava la señora y lava el caballero”, el otro,
para ti, papá: “Use corbatas Las Anchas, para que su amante se la quite
fácilmente”.
Es
una suerte que en los centros comerciales haya aparcamiento gratuito, o lo
sería si todo el mundo no hubiera decidido ir a comprar a la misma hora.
Después de descartar encontrar aparcamiento cerca de la puerta principal,
conseguimos aparcar a 2 Km después de sortear coches y gente, mucha gente, unos
con bolsas y la mayoría con carros tan llenos de productos que casi
parece que esas jaulas con ruedas se conduzcan solas. No solo llevan productos
alimenticios sino también ropa, cajas, fregonas, incluso plantas. Es una rara
mezcla; ropa y comida todo junto. En los pequeños comercios de nuestro barrio o
se va por una cosa o se va por otra. Es decir, que en la tienda de doña Concha Cantare
solo se venden comestibles y en los Almacenes de los Herreros, solo
tejidos.
En
las grandes superficies nadie nos saluda. No es como cuando vamos por nuestro
barrio al comercio de doña Concha Cantare, donde nos cruzamos con cada vecino y
nos preguntan por los niños e incluso hasta por el número de nuestro carné de
identidad.
Después
del largo viaje mi vejiga no aguanta más y busco los baños. Sigo las
direcciones que marcan las flechas: “Servicios” a la derecha, todo recto, ahora
a la izquierda, punto muerto. ¿Y ahora qué?, opto por seguir mi instinto y giro
a la derecha. Efectivamente, tenía el 50% de posibilidades de tomar la
dirección correcta, pero no encuentro ninguna indicación. Doy media vuelta,
choco con una señora enorme que me dedica una mirada asesina, y vuelvo sobre
mis pasos hasta el punto de intersección. Esta vez giro a la izquierda y por
fin atisbo en la lejanía el ansiado cartel de “Servicios”. Al llegar compruebo
con decepción que en las puertas no están esos simbolitos tan simpáticos, uno
desnudo y otro con un triangulito simulando una faldita, que marcan la
diferencia de género. En su lugar, una "M" y una "H"
establecen la diferencia. Sin dudarlo me meto en la "M". Una tía casi
en pelotas da un grito escalofriante al verme, como si hubiese visto al
mismísimo Juan Pablo II ante ella. Resulta que la "M" no significa
“Machos”, sino "Mujeres" y la "H" no es “Hembras”, sino
"Hombres", pero cualquiera le explica a esa mujer que se trata
simplemente de un matiz lingüístico, y no de la actitud de un pervertido.
Entro, pues, en la "H". Me bajo la cremallera en un esquinita y,
justo cuando estoy dispuesto a liberarme del todo, el vigilante me dice que no
puedo orinar porque el lavabo está en obras, que hay un cartel muy hermoso en la
puerta que lo indica. Me dice que hay otro lavabo en la segunda planta al final
de las escaleras, aunque no está muy seguro de dónde está exactamente. Estoy
inflado como un globo, pero le hago caso para no crear conflictos y vuelvo a
subirme la cremallera. Le digo que gracias. Gracias por nada.
Podría
buscar el lavabo de la segunda planta, pero por hoy ya he tenido suficiente
excursión y lo cierto es que hace años que perdí el espíritu aventurero, así
que no me queda otra opción. Me escondo detrás de una columna y me quedo a la
espera hasta que la mujer a la que he sorprendido sale por la puerta “M”.
Supongo que cualquiera que me viera pensaría que soy una especie de sátiro,
pero es muy intensa mi necesidad y, por otro lado, la gente está demasiado
ocupada controlando el carrito, vigilando a los niños y mirando ofertas como
para fijarse en mí.
En
cuanto la mujer se aleja un poco, me introduzco rápidamente por la puerta
prohibida y me cuelo en uno de los servicios corriendo el pestillo y liberando
por fin la tensión que me oprimía.
Más
ligero, salgo del servicio bajo la mirada de reprobación que me dedica unas
señoras que están acicalándose delante del espejo. Opto por no lavarme las
manos y salir de allí lo antes posible.
Cuando
por fin regreso al lado de mi familia, mi mujer está hecha un basilisco. Me
dirige una mirada acusadora por haberle dejado abandonada con los dos niños
tanto rato. Si tú supieras...
Vamos
donde están aparcados los carros y nos lanzamos casi en plancha por la
avalancha de gente que corre hacia ellos como si les hubiera tocado el “gordo”
de la lotería de Navidad. Un vigilante me indica que al final de la fila queda
alguno libre, ya que nadie los quiere porque las ruedas las tienen mal y, a
pesar de mi rechazo inicial, trato de hacerme con uno, pero una cadena me lo
impide. Tiro con fuerza para desengancharlo, pero nada, no hay manera.
“¡Papá!¡Papá! Tienes que poner un euro para sacarlo de aquí”. Después de buscar
y rebuscar una moneda, por fin logro liberar el maldito carro con la ayuda de
mis hijos. Tengo la camisa empapada en sudor, y casi se me saltan las lágrimas
cuando constato que, en efecto, las ruedas están mal y el carro se desvía hacia
un lado, pero pronto se me pasa viendo a los míos con una sonrisa triunfal.
Cuando
todo parece ir sobre ruedas, surge una incógnita: ¿Por dónde se entra al
supermercado? Una hilera formada por más de treinta cajeras todas uniformadas y
en fila india nos separa de nuestro objetivo. Tratamos de entrar por una de las
cajas con el carro y los niños, sin embargo, la cajera nos lo impide con un
“¿Adónde se creen que van?” que nos deja a todos paralizados por el susto. Con
voz más agradable nos indica que por allí no se entra, que vayamos a la entrada
principal. Como no parece muy simpática, no insistimos más y vamos en busca de
la famosa entrada principal mientras pienso que, de todos modos, el carro
tampoco cabía por la caja.
Andamos
y andamos dejando atrás, una tras otra, las incontables cajas con sus
respectivas cajeras. Pero aquello no parece tener fin. Cansado de tanto paseo
con el carro que se va de un lado, pregunto a una de esas lindas señoritas
“¿Por dónde se entra?”. Al final del pasillo, me contesta como si yo fuera un
paleto. Respiro profundamente tratando de guardar la compostura y al final del
pasillo de más de doscientos metros encontramos la entrada. Por fin pasamos,
los niños saltando y la mujer mirando con ojos de llevárselo todo.
En
estos centros hay de todo y todo está muy bien puesto, pero como no se sabe muy
bien dónde están los productos que necesitas, tienes que recorrer absolutamente
todos los pasillos, y acabas llevándote artículos que no sabes muy bien para
qué sirven, pero como están ahí para comprarlos... Mi mujer pregunta dónde está
la mantequilla, dónde está la miel, el queso, el jamón… así hasta volverme loco
mientras vamos de un sitio para otro corriendo detrás de los dos pequeños para
no perderlos de vista; me peleo con el carro que con el peso se ha vuelto
todavía más rebelde y más difícil de manejar; choco con los demás carros y, a
cada paso, se forma un “pequeño desbarajuste” –digamos mejor “atasco de
carros”- con lo que más parece que estemos en la Gran Vía que en un centro
comercial.
En
los grandes almacenes te lo tienes que montar tú todo; si preguntas a alguna de
las bellas señoritas (muchas están más para un concurso de Miss que para
atender a la clientela), te responden con una cautivadora sonrisa para desviar
tu atención de lo que dice. Y es que, en realidad, no te dice nada, pero como
es tan encantadora, la escuchas. Aunque la duda siga estando sin resolver. Esto
no ocurre en la tienda de la esquina. Doña Concha, si le preguntas por una fruta,
te dice hasta la procedencia e incluso cómo llegó a su comercio, es decir, el
nombre del barco y todo su contenido, ¡hasta el nombre del capitán que lo
tripulaba!
Después
de llenar el carro de la compra con todo lo que a mi mujer y mis hijos se les
antoja, llega por fin la hora de dirigirnos a la caja. Después de una cola
kilométrica, nos recibe con una sonrisa entrecortada una bella señorita.
“¡Buenas tardes!”. ¡Buenas tardes!, contestamos al unísono. Y comenzamos a
poner sobre la pequeña esterilla toda la mercancía que con anterioridad
habíamos introducido en el carro; uno, dos, tres y hasta más de cien artículos,
muchos de ellos totalmente desconocidos para mí hasta ese momento. En la lucha
desenfrenada por descargar el carro lo antes posible, a uno de los pequeños se
le revienta un paquete de azúcar que deja el TPV más dulce que los caramelos
que hemos comprado, ante el mohín de desagrado de la cajera que, con gesto
rápido, se agacha, se incorpora armada con un multiusos y un trapo, limpia la
pantalla y continúa con su trabajo mecánico.
Cada
cual vigila lo que más le conviene; los pequeños, sus juguetes preferidos; mi
mujer; la ropa interior y yo, el juego de mus que he comprado para jugar con
los amigos.
Después
de algunos minutos, al final, la cuenta. Vuelve a sonreír la cajera y con
dulzura te dice: “650 euros”. Me quedo anonadado y no es para menos: cualquiera
revisa la larga lista que tiene la cajera en sus manos. Mi mujer agacha la
cabeza y se entretiene metiendo la valiosa mercancía de nuevo en el carro, como
si la cosa no fuera con ella ni con nuestra pobre cuenta corriente. Me dan
ganas de protestar, pero detrás de nosotros hay una cola impaciente que clava
sus ojos en mí con cara de pocos amigos, diría incluso de forma amenazante, con
ganas de que me vaya lo más rápido posible, como si uno fuera Fernando Alonso,
nuestro corredor de Fórmula Uno.
Me
voy con la inacabable cuenta en la mano y con un carro lleno hasta los topes.
Mientras
nos alejamos de la caja, pienso con nostalgia en doña Concha, que, cuando
económicamente no vamos muy bien, -en realidad prácticamente cada final de
mes-, nos da fiado y no nos cobra nada por la demora. En las grandes
superficies todo se paga al contado o en cómodos plazos. ¡Y qué plazos! Te
cobran un tanto por ciento, aparte del IGIG y el TAE, que no sé lo que
significa, pero siempre aparece por todos lados.
Llego
al coche agotado, con la sensación de haber corrido un rally, pues he tenido
que esquivar por el camino a un montón de gente. Con tanto gentío, por un momento
tengo la sensación de que estamos en el día de la fiesta grande del pueblo.
Al
abrir el maletero nos damos cuenta de que no cabe ni una caja de cerveza. Como
no podemos dejarlo atrás, metemos las cosas por todos lados, hasta en el
asiento trasero donde están los niños; incluso en el de al lado, donde se
coloca mi mujer entre sus latas de aceite, su jamón y los yogures, para que no
se deterioren. ¡Madre mía! Con lo fácil que es comprar en la tienda de doña
Concha, con su simpatía, su amabilidad, sus cortas compras y sus cortos
precios.
Al
final llegamos a casa; ahora toca sacar todo lo que hemos comprado. Y así,
mientras mi mujer coloca cada cosa en su sitio, yo no paro de hacer viajes
desde el coche hasta la cocina, desde la cocina al coche, y a cada paso una
idea cobra cada vez más forma: Está más que claro; no vuelvo a comprar en
ningún centro comercial, yo me quedo en la tienda de al lado de casa. Por mucho
que mi mujer me lo pida, que los niños supliquen, no pienso hacer caso a sus
ruegos; seguiré comprando al lado de mi casa.
Cuando
por fin termino de transportarlo todo, voy a nuestra habitación, rompo un
pedazo de sábana y con un grueso rotulador escribo: ¡¡NO A LAS GRANDES
SUPERFICIES!! Compra en tu pueblo, al lado de tu casa. Los niños me
aplauden y mi mujer sonríe. ¡Por fin! Estamos todos unidos en nuestras
reivindicaciones y por ello me siento feliz, pese al mal trago de este maldito
día.
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