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sábado, 9 de mayo de 2015

DE COMPRAS EN LAS GRANDES SUPERFICIES


Gregorio Dorta Martín
 
Hoy he estado por primera vez en un gran centro comercial, uno de esos que denominan Grandes Superficies. Nada tiene que ver con el pequeño comercio de doña Concha Cantare, que está a dos pasos, muy cerca de mi casa, con sus cuatro verduras colgadas del techo, sus latas de sardinas y atún en la vieja vitrina, sus grandes bolsas de 50 kilos de azúcar y arroz sobre el duro suelo; las ristras de cebolla y ajos junto a las latas de aceite y la vieja pesa de hierro, con sus correspondientes pesos, cada uno con su número, a lo largo del mostrador de madera del antiguo comercio.
 
Doña Concha Cantare es una mujer hechicera, amable, encantadora y bondadosa donde las haya, muy popular entre los vecinos. Detrás del mostrador atendió a mi tatarabuela, a mi abuela, a mi madre, a mi suegra y ahora también me atiende a mí. Aunque no sé si podrá hacerlo con mis nietos.
 
Ella es famosa en el vecindario por su forma de llevar las cuentas. En su pequeña libreta no hay números, solo redondeles, circunferencias anotadas sobre un blanco inmaculado. Es muy raro que ella se equivoque; con su cabeza y su libreta como únicas armas, cuadra los totales haciéndolos coincidir con precisión con las cantidades que uno le adeuda cada mes que ella da de plazo.
 
Doña Concha Cantare es parte de la familia. Nos conoce, no solo a mí y a mi familia, sino también a todos los vecinos. Jamás le he escuchado una crítica destructiva sobre algún vecino del barrio. Siempre tan amable, tan bondadosa con los abuelos, con los padres, con los hijos. Realmente ella es única.
 
No sé muy bien qué futuro le espera a este pequeño comercio que tanto arraigo ha tenido entre diferentes generaciones de vecinos. Si sus hijos continúan con el pequeño negocio espero que las grandes superficies no acaben con él.
 
Como decía, hoy he ido, por primera vez en mi vida, a hacer la compra fuera del barrio, a una de esas moles del consumismo más desaforado y, la verdad, no me ha gustado nada. Me lo habían recomendado mis vecinos y algunos amigos, amén de la publicidad con la que nos bombardean a través de los periódicos y demás medios. ¡¡Llévese tres y pague dos!! ¡¡Si lo encuentra más barato, le devolvemos su dinero!! ¡¡Hoy es el día de la madre, mañana del padre y luego del perro, del gato...!!
 
Para mi mujer y mis hijos era como el primer día de vacaciones. Yo, ya de entrada, estaba en desacuerdo, sin embargo estaba dispuesto a todo con tal de que la familia pasara un día maravilloso, y se  les veía tan felices y contentos...
 
El centro comercial está a 50 kilómetros de mi casa. Tengo dos hijos, uno de diez y otro de seis años a cuál más inquieto. Nada más subirse al coche, entre juegos, empujones y quejas, ya ponen a prueba mi paciencia y a punto estoy de perder los nervios. Yo conduzco con mi mujer al lado, mientras los niños revolotean en los asientos de atrás. Ellos chillan y nosotros tratamos de dialogar, pero al final terminamos los dos peleándonos a grito limpio. Después de pasar ya el mal trago de la distancia, al fin llegamos al centro comercial. Es imposible equivocarse con esos carteles enormes que anuncian tu llegada. Los niños los leen en voz alta: “Beba Coca-Cola de día y de noche”. Mira, mamá esto va para ti: “Lejía el Herrero; lava la señora y lava el caballero”, el otro, para ti, papá: “Use corbatas Las Anchas, para que su amante se la quite fácilmente”.
 
Es una suerte que en los centros comerciales haya aparcamiento gratuito, o lo sería si todo el mundo no hubiera decidido ir a comprar a la misma hora. Después de descartar encontrar aparcamiento cerca de la puerta principal, conseguimos aparcar a 2 Km después de sortear coches y gente, mucha gente, unos con bolsas y la mayoría con carros tan  llenos de productos que casi parece que esas jaulas con ruedas se conduzcan solas. No solo llevan productos alimenticios sino también ropa, cajas, fregonas, incluso plantas. Es una rara mezcla; ropa y comida todo junto. En los pequeños comercios de nuestro barrio o se va por una cosa o se va por otra. Es decir, que en la tienda de doña Concha Cantare solo se venden comestibles y en  los Almacenes de los Herreros, solo tejidos.
 
En las grandes superficies nadie nos saluda. No es como cuando vamos por nuestro barrio al comercio de doña Concha Cantare, donde nos cruzamos con cada vecino y nos preguntan por los niños e incluso hasta por el número de nuestro carné de identidad.
 
Después del largo viaje mi vejiga no aguanta más y busco los baños. Sigo las direcciones que marcan las flechas: “Servicios” a la derecha, todo recto, ahora a la izquierda, punto muerto. ¿Y ahora qué?, opto por seguir mi instinto y giro a la derecha. Efectivamente, tenía el 50% de posibilidades de tomar la dirección correcta, pero no encuentro ninguna indicación. Doy media vuelta, choco con una señora enorme que me dedica una mirada asesina, y vuelvo sobre mis pasos hasta el punto de intersección. Esta vez giro a la izquierda y por fin atisbo en la lejanía el ansiado cartel de “Servicios”. Al llegar compruebo con decepción que en las puertas no están esos simbolitos tan simpáticos, uno desnudo y otro con un triangulito simulando una faldita, que marcan la diferencia de género. En su lugar, una "M" y una "H" establecen la diferencia. Sin dudarlo me meto en la "M". Una tía casi en pelotas da un grito escalofriante al verme, como si hubiese visto al mismísimo Juan Pablo II ante ella. Resulta que la "M" no significa “Machos”, sino "Mujeres" y la "H" no es “Hembras”, sino "Hombres", pero cualquiera le explica a esa mujer que se trata simplemente de un matiz lingüístico, y no de la actitud de un pervertido. Entro, pues, en la "H". Me bajo la cremallera en un esquinita y, justo cuando estoy dispuesto a liberarme del todo, el vigilante me dice que no puedo orinar porque el lavabo está en obras, que hay un cartel muy hermoso en la puerta que lo indica. Me dice que hay otro lavabo en la segunda planta al final de las escaleras, aunque no está muy seguro de dónde está exactamente. Estoy inflado como un globo, pero le hago caso para no crear conflictos y vuelvo a subirme la cremallera. Le digo que gracias. Gracias por nada.
 
Podría buscar el lavabo de la segunda planta, pero por hoy ya he tenido suficiente excursión y lo cierto es que hace años que perdí el espíritu aventurero, así que no me queda otra opción. Me escondo detrás de una columna y me quedo a la espera hasta que la mujer a la que he sorprendido sale por la puerta “M”. Supongo que cualquiera que me viera pensaría que soy una especie de sátiro, pero es muy intensa mi necesidad y, por otro lado, la gente está demasiado ocupada controlando el carrito, vigilando a los niños y mirando ofertas como para fijarse en mí.
 
En cuanto la mujer se aleja un poco, me introduzco rápidamente por la puerta prohibida y me cuelo en uno de los servicios corriendo el pestillo y liberando por fin la tensión que me oprimía.
 
Más ligero, salgo del servicio bajo la mirada de reprobación que me dedica unas señoras que están acicalándose delante del espejo. Opto por no lavarme las manos y salir de allí lo antes posible.
 
Cuando por fin regreso al lado de mi familia, mi mujer está hecha un basilisco. Me dirige una mirada acusadora por haberle dejado abandonada con los dos niños tanto rato. Si tú supieras...
 
Vamos donde están aparcados los carros y nos lanzamos casi en plancha por la avalancha de gente que corre hacia ellos como si les hubiera tocado el “gordo” de la lotería de Navidad. Un vigilante me indica que al final de la fila queda alguno libre, ya que nadie los quiere porque las ruedas las tienen mal y, a pesar de mi rechazo inicial, trato de hacerme con uno, pero una cadena me lo impide. Tiro con fuerza para desengancharlo, pero nada, no hay manera. “¡Papá!¡Papá! Tienes que poner un euro para sacarlo de aquí”. Después de buscar y rebuscar una moneda, por fin logro liberar el maldito carro con la ayuda de mis hijos. Tengo la camisa empapada en sudor, y casi se me saltan las lágrimas cuando constato que, en efecto, las ruedas están mal y el carro se desvía hacia un lado, pero pronto se me pasa viendo a los míos con una sonrisa triunfal.
 
Cuando todo parece ir sobre ruedas, surge una incógnita: ¿Por dónde se entra al supermercado? Una hilera formada por más de treinta cajeras todas uniformadas y en fila india nos separa de nuestro objetivo. Tratamos de entrar por una de las cajas con el carro y los niños, sin embargo, la cajera nos lo impide con un “¿Adónde se creen que van?” que nos deja a todos paralizados por el susto. Con voz más agradable nos indica que por allí no se entra, que vayamos a la entrada principal. Como no parece muy simpática, no insistimos más y vamos en busca de la famosa entrada principal mientras pienso que, de todos modos, el carro tampoco cabía por la caja.
 
Andamos y andamos dejando atrás, una tras otra, las incontables cajas con sus respectivas cajeras. Pero aquello no parece tener fin. Cansado de tanto paseo con el carro que se va de un lado, pregunto a una de esas lindas señoritas “¿Por dónde se entra?”. Al final del pasillo, me contesta como si yo fuera un paleto. Respiro profundamente tratando de guardar la compostura y al final del pasillo de más de doscientos metros encontramos la entrada. Por fin pasamos, los niños saltando y la mujer mirando con ojos de llevárselo todo.
 
En estos centros hay de todo y todo está muy bien puesto, pero como no se sabe muy bien dónde están los productos que necesitas, tienes que recorrer absolutamente todos los pasillos, y acabas llevándote artículos que no sabes muy bien para qué sirven, pero como están ahí para comprarlos... Mi mujer pregunta dónde está la mantequilla, dónde está la miel, el queso, el jamón… así hasta volverme loco mientras vamos de un sitio para otro corriendo detrás de los dos pequeños para no perderlos de vista; me peleo con el carro que con el peso se ha vuelto todavía más rebelde y más difícil de manejar; choco con los demás carros y, a cada paso, se forma un “pequeño desbarajuste” –digamos mejor “atasco de carros”- con lo que más parece que estemos en la Gran Vía que en un centro comercial.
 
En los grandes almacenes te lo tienes que montar tú todo; si preguntas a alguna de las bellas señoritas (muchas están más para un concurso de Miss que para atender a la clientela), te responden con una cautivadora sonrisa para desviar tu atención de lo que dice. Y es que, en realidad, no te dice nada, pero como es tan encantadora, la escuchas. Aunque la duda siga estando sin resolver. Esto no ocurre en la tienda de la esquina. Doña Concha, si le preguntas por una fruta, te dice hasta la procedencia e incluso cómo llegó a su comercio, es decir, el nombre del barco y todo su contenido, ¡hasta el nombre del capitán que lo tripulaba!
 
Después de llenar el carro de la compra con todo lo que a mi mujer y mis hijos se les antoja, llega por fin la hora de dirigirnos a la caja. Después de una cola kilométrica, nos recibe con una sonrisa entrecortada una bella señorita. “¡Buenas tardes!”. ¡Buenas tardes!, contestamos al unísono. Y comenzamos a poner sobre la pequeña esterilla toda la mercancía que con anterioridad habíamos introducido en el carro; uno, dos, tres y hasta más de cien artículos, muchos de ellos totalmente desconocidos para mí hasta ese momento. En la lucha desenfrenada por descargar el carro lo antes posible, a uno de los pequeños se le revienta un paquete de azúcar que deja el TPV más dulce que los caramelos que hemos comprado, ante el mohín de desagrado de la cajera que, con gesto rápido, se agacha, se incorpora armada con un multiusos y un trapo, limpia la pantalla y continúa con su trabajo mecánico.
 
Cada cual vigila lo que más le conviene; los pequeños, sus juguetes preferidos; mi mujer; la ropa interior y yo, el juego de mus que he comprado para jugar con los amigos.
 
Después de algunos minutos, al final, la cuenta. Vuelve a sonreír la cajera y con dulzura te dice: “650 euros”. Me quedo anonadado y no es para menos: cualquiera revisa la larga lista que tiene la cajera en sus manos. Mi mujer agacha la cabeza y se entretiene metiendo la valiosa mercancía de nuevo en el carro, como si la cosa no fuera con ella ni con nuestra pobre cuenta corriente. Me dan ganas de protestar, pero detrás de nosotros hay una cola impaciente que clava sus ojos en mí con cara de pocos amigos, diría incluso de forma amenazante, con ganas de que me vaya lo más rápido posible, como si uno fuera Fernando Alonso, nuestro corredor de Fórmula Uno.
 
Me voy con la inacabable cuenta en la mano y con un carro lleno hasta los topes.
 
Mientras nos alejamos de la caja, pienso con nostalgia en doña Concha, que, cuando económicamente no vamos muy bien, -en realidad prácticamente cada final de mes-, nos da fiado y no nos cobra nada por la demora. En las grandes superficies todo se paga al contado o en cómodos plazos. ¡Y qué plazos! Te cobran un tanto por ciento, aparte del IGIG y el TAE, que no sé lo que significa, pero siempre aparece por todos lados.
 
Llego al coche agotado, con la sensación de haber corrido un rally, pues he tenido que esquivar por el camino a un montón de gente. Con tanto gentío, por un momento tengo la sensación de que estamos en el día de la fiesta grande del pueblo.
Al abrir el maletero nos damos cuenta de que no cabe ni una caja de cerveza. Como no podemos dejarlo atrás, metemos las cosas por todos lados, hasta en el asiento trasero donde están los niños; incluso en el de al lado, donde se coloca mi mujer entre sus latas de aceite, su jamón y los yogures, para que no se deterioren. ¡Madre mía! Con lo fácil que es comprar en la tienda de doña Concha, con su simpatía, su amabilidad, sus cortas compras y sus cortos precios.
 
Al final llegamos a casa; ahora toca sacar todo lo que hemos comprado. Y así, mientras mi mujer coloca cada cosa en su sitio, yo no paro de hacer viajes desde el coche hasta la cocina, desde la cocina al coche, y a cada paso una idea cobra cada vez más forma: Está más que claro; no vuelvo a comprar en ningún centro comercial, yo me quedo en la tienda de al lado de casa. Por mucho que mi mujer me lo pida, que los niños supliquen, no pienso hacer caso a sus ruegos; seguiré comprando al lado de mi casa.
 
Cuando por fin termino de transportarlo todo, voy a nuestra habitación, rompo un pedazo de sábana y con un grueso rotulador escribo: ¡¡NO A LAS GRANDES SUPERFICIES!! Compra en tu pueblo, al lado de tu casa.  Los niños me aplauden y mi mujer sonríe. ¡Por fin! Estamos todos unidos en nuestras reivindicaciones y por ello me siento feliz, pese al mal trago de este maldito día.
 

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