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miércoles, 9 de octubre de 2013

HIALEAH, UNA CIUDAD ACELERADA

Dania Ferro

Cuando compartí con mi familia y amigos la noticia de que me iría a vivir a Hialeah, las caras de angustias fueron inmediatas; las preguntas y comentarios no se hicieron esperar: “¿Te vas para el ‘cubaneo’ terrible de Miami?”

 Yo nací en Cuba, soy cubana, ¿por qué tendría que ser tan apocalíptico el hecho de querer vivir en Hialeah? Y no niego que las críticas que llegué a escuchar sobre dicha ciudad me preocuparon un poco, pero aun así no dudé en pasar todo por alto y exponerme a los acontecimientos. Llevo ya casi cuatro meses viviendo en esta ciudad cuyo eslogan se publicita como: “La ciudad que progresa” y lo que más me ha llamado la atención de aquí es la TOLERANCIA.

Más allá de sorprenderme el hecho de que hayan más cubanos que casas, que apartamentos y que autos juntos, más allá de que los sueldos por lo general sean miserables y las rentas exorbitantemente caras, más allá de estas pocas apreciaciones —que pudieran resultar insignificantes— está la cuestión de la impaciencia e intolerancia.

En Hialeah la serenidad es una utopía. Y otra de las cosas que aquí ha cautivado mi interés son los choferes y sus muchas maneras de rodar por sus cálidas calles asfaltadas. Los conductores en Hialeah son adorables y existen de todos tipos y de todas las clasificaciones. Están los DJ’s, los de la música a todo volumen, a los que les inquieta no poder compartir su música con el resto, y es por eso que bajan sus ventanillas para que los demás también escuchen. No son groseros, ni mal educados por imponer su género musical favorito a los demás, no los juzgue usted tan duro por eso; ellos sólo son generosos y les gusta distribuir sonoridad por las calles a ritmo de carnaval.

Están los Temerarios, ésos que te impulsan a llevarte la luz roja. Miras por el retrovisor y te están señalando con la mano como diciendo “Dale, dale pasa, llévate la luz, que estoy apurado”. Es como si el mundo se viniera acabando detrás de sus espaldas y ellos quisieran saltar de golpe para ese otro extremo, donde sin duda alguna, ellos creen que estarán más seguros. Te llevas entonces la luz amarilla y rezas un Padre Nuestro para que no te detenga un policía. Pero ahí no termina, ahora el conductor que venía detrás de ti está en el carril del medio y con un ademán de urgencia indica que bajes tu ventanilla… Y allá vas tú, como tonto novato a obedecer al pedido y de pronto te sorprende lo que escuchas: “¡Vamos! ¡Ponte las pilas y avanza que estás dormida!

Están los otros, los Bocineros, los que te tocan bocina constantemente. Yo aseguraría que aquellos que son adictos a hacer sonar el claxon de sus autos no es que padezcan ansiedad crónica, es sólo que son personas muy responsables y se preocupan porque la circulación de autos sea más rápida y efectiva. No se molesten tanto con ellos, no se quejen, no los llamen “los dueños de la carretera”, al final no es tan incómodo que te toquen una bocina a todo dar ¿o sí? Más desagradable son aquellos que te sacan el dedo y emiten frases como: “Chico, ¿estás comiendo mierda o qué?” Pareciera entonces que circular dentro del límite de velocidad fuera algo imposible.

Nunca faltan los próximos campeones de la carrera Nascar 2013 (aunque la competencia será en noviembre en Homestead, ellos entrenan en Hialeah). Te sugieren discretamente que son mejores conductores que tú y gritan a toda voz: ¡Acelera cangrejo, con el carro viejo ese! Ah, porque ésa es otra cosa, tener un carro de uso “en la ciudad que progresa” es mal visto.

Los concesionarios de autos más prósperos de Miami han sobrevivido a toda crisis económica gracias a las irresistibles aspiraciones de los cubanos de Hialeah. No obstante, yo me niego aceptar que sea tan espantoso vivir en este rincón, aunque llegue a cualquier supermercado y ni una sola cajera sea capaz de mirarme a los ojos de manera afectuosa y pronunciar un simple: “Hola”, porque ya pretender que te digan un: “Que tengas un buen día” sería mucho pedir.

Vivir en Hialeah ha sido interesante a pesar de todo pues no tengo necesidad de usar despertador —sábado y domingos incluidos— porque mis vecinos me dan el de pie siempre con sus gratas conversaciones. Ellos son de los que creen demasiado en eso de: “Si madrugas, Dios te ayuda”. Mi edificio es apasionante. Existe una especie de CDR cubano de exportación, todo el mundo se sabe la vida del otro y si no, te la averiguan.

Ha sido muy conveniente vivir en Hialeah para poder hablar mi adorado español y que nadie me diga: “You have to… speak in English”. Eso sí, si usted sueña con la calma y la tranquilidad, honestamente no le recomiendo este lugar.

Pero si por el contrario prefiere vivir constantemente como si no se bajaran nunca de una montaña rusa, entonces Hialeah será el sitio de este planeta que más disfrutará, el más sabroso, el más acelerado. Sólo asegúrese que esté lleno de todo el estoicismo posible para sobrevivir a la aventura.

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