Gregorio Dorta Martín
Mandinga no sé si era un
apodo o su auténtico nombre, fue un barbero de La Vera humilde y singular. Más
cercano a los sesenta que a los cincuenta, muy orgulloso de su local situado al
bajar la calle Nueva hacia San Antonio, en el mismo cruce, en la propia esquina
que se dobla para coger la calle, que va a la Casa Azul, es decir la calle de
Pepe el Molinero, donde estaba el único molino de gofio del barrio. Les hablo
desde hace mucho tiempo, mis imagines retenidas en el espacio y en mi memoria
no son claras, todo lo contrario diáfanas, hay cosas, situaciones o lugares que
no puedo dar pie con bola, porque lo que escribo, son momentos de mi infancia,
cuando era niño y de memoria. Y ya ha llovido considerablemente desde entonces
hasta ahora. Sin embargo, todos los pequeños negocios de aquella etapa y en el
barrio y ese trozo de calle eran muy peculiares, muy importantes, estaba la venta de Doña Juana, la barbería de
Mandinga y el Molino de gofio de Pepe el Molinero y en esa misma travesía un
poco más retirado la Venta de Doña Concha Cantare. Todo en un espacio menos de
los cincuenta metros. Para los vecinos ese espacio tan corto era diferente al
resto de la zona.
Mandinga, en aquella
etapa creo que era el único barbero que había en la Vera, luego llegaron
Domingo, el de América y algunos más, pero el primero de todos o por lo menos
que yo lo entienda, era Mandinga un hombre todo temperamento, es de esas
personas que sabe hablar a todo el mundo, tiene palabras ingenuas para todo
aquel que rondaba su zona, su barbería. Mandinga, saluda a las madres que pasan
por fuera de su puerta o ventana, conversa de tú a tú sin ningún problema con
los aderezados y los más pobres o humildes del barrio y en su cajón dentro de
su barbería siempre había un caramelo, que en aquella etapa esa golosina en ese
momento era muy deseada por los más
pequeños, el cual se le daba, al que le diera su cabeza al barbero,
para córtale el pelo y si se portaba muy bien, antes sus manos nerviosas y la cuchilla que
bailaba de un lado para otro como si fuera un abanico. ¡Caramelo! Dado y
ganado. Incluso, recuerdo que junto a
mis amigos lo conocíamos a Mandinga o barbero por el APACHE. Además, era un
genio en sus dos facetas que hacia al unísono, jugaba al billar y te cortaba el
pelo.
Muy pocos se imaginan
una barbería como la de MANDINGA, que en aquella época estaban muy de moda, con
poster de mujeres con ropas ligueras y mostrando sus bellos y hermosos cuerpos
a todos los hombres, las cuales pese a la dictadura o lo vetado que estaba en
la etapa de la autoridad de Franco, era la misma una válvula de escape para los
que allí se iban a cortar el pelo o a jugar al billar otra de las grandes
aficiones de el barbero del barrio de la Vera. No recuerdo ver nunca una mujer
ni cortándose el pelo, ni dentro de la barbería. Era una peluquería sola o
destinada para usos de los hombres. Esa era auténtica de barrio. De la que
todos los vecinos compraban loterías. De las que tiene una pequeña bañera, con
unas finas navajas para afeitar, con un brocha de las antaño, toda posada en
una mesa algo alta de madera y debajo en forma de columna salomónica unos
viejos periódicos y unas cuantas revista de señoras escondidas a medias, las
cuales de pequeño intentaban espiar mediante el espejo a los viejos verdes del
barrio que se volvían locos por leer y ver aquella señoras. Todo ello en pos de
la curiosidad y la anatomía muy femenina.
Pues bien, hasta que no
tuve uso de razón, es decir bien entrada mi juventud siempre me corto el pelo
Mandinga, cuando estaba en la Escuela de
Don Benjamin Afonso y me saboreaba el hecho de llevar siempre el pelo corto,
para que mis padres no me echaran la bronca. Aunque antes en esta etapa córtate
el pelo era algo mítico, algo religioso. Era un deber y una obligación, las
mujeres melenas y los hombres por ser macho, pelo corto nada más que asomarte
por encima de las orejas ya tenía la obligación de córtate la caballera o si no
todos o la mayoría te llamaban “mariposa” y otras cosas más fuertes que no
quiero decir por no ofender. Para ir a la barbería, nunca ibas solo o marchabas
con tu padre o tu hermano mayor. Recuerdo que en una oportunidad se me pusieron
las orejas como un mapache, algo similar con las greñas de alguno de los
componentes del grupo inglés The Beatles o en un náufrago para intentar ser
protagonista o dar pena a los compañeros de la clase. Por mi grupo musical, por
ser diferente, rebelde como todos los jóvenes, hasta que mi padre se dio cuenta de mi larga
caballera, me llevo siendo ya un pimpollo a Mandinga y le comentó, no sé si en
plan broma o en serio: “A este córtale el pelo a cero, no se lo deje ni ver”,
el barbero haciendo caso a mi padre, me dejo como la cabeza de Yul Brynner, el
actor calvo más famoso de la historia del cine,
tanto que estuve una semana sin ir a la escuela y sin salir de mi casa.
Incluso, hasta mi madre le recriminó a mi padre porque le había dicho al
barbero que me cortara el pelo a “cero” y mi padre se sorprendía diciendo que
él se lo dijo en plan broma que nunca pensó que MANDIGA fuera a dejarme de
aquella manera.
El barbero de la Vera
era además muy buen jugador de billar, ejercía la profesión con su pasión por
la mesa de billar. Daba igual que tuvieras prisa o no la tuvieras, él jugaba
sus partidas con su contrincante mientras de atendía. Aún recuerdos sus
exquisitos movimientos alrededor de la mesa y su cara acompañando la bola hacia
su hueco. Era único, Mandinga era de esas personas que llamaban la atención por
todos sus movimientos y sus comentarios. En el fondo sé que a todos les dice el
mismo cumplido, pero es la manera que tiene empezar conversación. Esta siempre
suele seguir el mismo orden: la familia, mis trabajos, estudios, los cambios
del barrio, fútbol, y mujeres. De la vida misma vaya. La butaca de cuero y
plata es el equivalente al diván de un psicólogo.
Mandiga fue un fenómeno
como barbero, billar y persona.
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