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martes, 28 de enero de 2014

ORIGEN DEL CULTO A SAN ANTONIO ABAD

El culto a San Antonio Abad en la Matanza no ha perdido ni un ápice de interés por parte de sus más incondicionales seguidores, a la vez que sigue ofreciendo una acogedora ruta junto al ganado por la parte alta de los municipios de la comarca de Acentejo


Nuevamente los caminos de la tradición ganadera de Tenerife, del oficio y de la fe, condujeron barrio matancero de San Antonio Abad con el obligado paso por El Sauzal (Ravelo), motivado por la celebración de las fiestas en honor del Santo Patrono de los animales. Una expedición que fue dirigida por Laureano Febles (presidente de la Asociación de Cosecheros de Castañas de Acentejo) y Pedro Molina (presidente de la Asociación de Ganaderos de Tenerife).

En esta edición de 2014 fueron más de mil las personas que acompañaron a setenta cabezas de ganado en el recorrido de 12,5 Km. que les llevó desde Montaña del Aire en La Laguna, al templo de San Antonio en La Matanza. A su paso por Ravelo, los alcaldes de El Sauzal y La Victoria, Mariano Pérez y Haroldo Martín, recibieron a la expedición sobre las 10:00 de la mañana y les convidaron con un sustancioso ágape de churros, chocolate, carne con papas, asadura, vino, etc.

Posteriormente, la expedición continuó hasta el templo de San Antonio donde se desarrollaron los actos religiosos, la bendición del ganado y la entrega de  ayudas y premios a los ganaderos participantes.  El acontecimiento congregó a miles de personas en la Octava Ganadera en el municipio de La Matanza de Acentejo.

Origen e implantación de su culto

Una vez concluida la conquista, en Canarias –y particularmente en la isla de Tenerife– comenzaron a ser introducidos ciertos patronazgos que, por tratarse de territorios en los que la impronta cristiana previa era prácticamente nula, las fun­daciones de recintos culturales respondían, en unos casos, a la acuciante necesidad de satisfacer la demanda espiritual de una comunidad en proceso de formación, o a una inesperada «aparición milagrosa» aunque, en numerosas ocasiones, la ma­terialización de un voto individual o colectivo se conformaba, asimismo, como una causa lo suficientemente justificada 1.

Por ello, va a ser en este contexto donde surja la advocación a San Antonio Abad en la Matanza de Acentejo, una figura de gran renombre en el seno del cristianismo, cuyo culto se difundió en paralelo a la sacra aureola que lo envolvía, revelándolo con el tiempo como eficiente sanador. De esta manera, la veneración hacia el patriarca de los eremitas de Egipto (Heracleópolis Magna, ca. 251 - Monte Colzím, 356) comenzó a tomar asiento en occidente como resultado de la traslación de sus reliquias desde Constantinopla hasta el Delfinado (c. 1050), en el sudeste francés, momento en el que se dio inicio a la propagación de su salutífera intervención, no solo para los devotos sino también para sus ganados.

En este sentido, los hechos lo confirman si atendemos a un modelo iconográfico, muy propagado en el orbe católico en el que se representa al protagonista junto a varios exvotos anatómicos y/o rodeado de desesperados suplicantes lisiados, algunos de los cuales presentan una interesante peculiaridad, ya que muestran una o varias de sus extremidades amputadas o trastocadas por una protuberancia flamante. Una extraordinaria y gráfica metáfora visual del denominado «Fuego de San Antón» o «Sacro», nombre popular del ergotismo –una micotoxina que asoló a la población europea entre los siglos XI y XVI– y razón por la cual se abrieron numerosos hos­pitales atendidos por monjes dedicados a su tratamiento y el de otras patologías si­ milares19.

Por ello, dentro de la de terapia atenuante era preceptiva la ingesta de pan blanco –de trigo, preferentemente–, vino macerado con las reliquias del santo, así como la aplicación de manteca de cerdo sobre las heridas; animales que estaban bajo su sagrada protección y los cuales eran identificados por un esquiloncillo pendiente de su pezcuezo, al tiempo que tenían el beneplácito de las autoridades locales de ho­zar libremente por cualquier lugar.

Pues bien, de esta forma hallamos una explica­ción más a la presencia del lechoncito al lado del santo anacoreta, atributo singular que lo identifica en la iconografía occidental y por el que, a la postre, convertiría también al Santo en el protector de los ganados –pues de ellos dependía el sustento de muchos feligreses–, así como de los animales de compañía. Sin embargo, dentro de la retahíla de prodigios que rodean su culto, existía también una faceta punitiva donde el Santo «actuaba» contra pecadores y blasfemos, manifestando su azote con el mismo mal por el que, principalmente, era invocado22.

Desarrollado en torno a un templo votivo, el culto a San Antonio Abad en la Matanza de Acentejo (Tenerife) no ha perdido ni un ápice de interés por parte de sus más incondicionales seguidores, circunstancia donde las representaciones visuales –grabado y fotografía– constituyen un instrumento fundamental para constatar el estado y evolución del mismo. Un acontecimiento que, igualmente, nos permite contemplar ritos singulares, algunos de los cuales toman carta de identidad bajo la ofrenda de un exvoto.

En este sentido, podemos afirmar que el repertorio de figuras de plata ofrendadas al santo eremita se considera la colección más vasta y original que atesora un templo insular. Particularidad que también se evidencia en el hecho de disponerlos en las andas procesionales del Santo durante sus fiestas patronales, momento en el que cobra vida un tipo iconográfico que ha­lla un evidente eco en los grabados y las estampas devocionales que desde el siglo XV contribuyeron a difundir su poder salutífero. Una producción gráfica diversa en técnica, estilo y formato, pero única en cuanto a su función y esencia estructural.


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