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sábado, 27 de junio de 2015

LAS PIZZAS DE LA VERA


 
Gregorio Dorta Martín
Recuerdo que almorzaba en un lugar que no conocía. Era muy pequeño de edad, tal vez 8 a 9 años, no más y el calor del fuego daba una sensación de bienestar que invitaba a permanecer allí durante mucho tiempo. Recuerdo las paredes de la estancia eran blanca y casi no había mucho mobiliario que acompañara a la mesa y a las sillas, ni tan siquiera un televisor que para aquella etapa era muy complicado y que aún no llegaba a nuestros hogares y menos un teléfono que en esa ciclo brillaba por su ausencia en el barrio. El único que había era el de Don Miguel Pérez que tenía en su pequeño comercio al lado del puente del barrio.
Degustaba con placer la comida con toda la familia que había sobre el plato y junto a mi estaba mis abuelos. Seguramente en aquel lugar celebramos la llegada de mi padre que regresaba de uno de sus viajes de los cuatro que hizo a Venezuela, la de Pérez Jiménez que por cierto en nada tiene que ver con la actual la del ignorante Maduro. Aquella fue una era muy prospera y Venezuela estaba muy de moda no solo en mi familia sino en todos o la mayoría de la gente de la zona. Aquí en la isla todavía el turismo no tenía la fuerza que luego hubo con el paso de los años. Mis abuelos, me avisaban del peligro que corría mi vida y la de mis amigos si seguía jugando a la pelota en la misma carretera general y que atraviesa el barrio de un lado a otro. Recuerdo que jugábamos los amigos y uno hasta dos horas en aquel tramo, donde pasaba un coche de San Juan a Corpus. No había tanto peligro como mis abuelos me querían comentar y que yo resignadamente le asentaba con la cabeza. De la misma manera preocupaba, pues era un niño precavido y todos mis actos están sujetos a un código de prudencia heredado de mi padre. Me sentía muy bien en aquella situación de abundancia  y de compañía, aunque me asustaba que mi querida abuela me hubiera venido a visitar con tanta inquietud preocupada por un nieto que no causaba muchos problemas a la familia. Noté unos pequeños golpes sobre mi brazo derecho, que se encontraba desnudo sobre la misma mesa. Mi corazón latía con rapidez y un sudor frío empezó a recorrer mi cuerpo. Me desperté sobresaltado y vi que una señora bella, madura y con una pamela que tapaba su cabeza, alzo la cabeza y traía entre sus manos una comida que era la primera vez que yo la había visto en mi vida. Era una especie de tortilla sin papas, pero muy parecida a una rueda de un coche con varios pedazos regados por encima y con un olor que me dejaba boquiabiertos. Para mi padre no fue sorpresa ninguna porque ya conocía suculento manjar en sus viajes a América.
Dijo, con voz educada, pero alta: “Bambino, abre paso”, refiriéndose a mí.
La señora italiana que no recuerdo su nombre vivía en la Vera, frente de donde nos encontramos en un lugar al lado del Bar de Felipe el cuál se conocía por el Cortijo, frente al mismo allí estaba su habitáculo, su casa y la italiana tenía dos hijos que me han comentado aún siguen viviendo en ese sitio del barrio.
Era una mujer alegre, dicharachera, abierta y tenía algo muy especial que ya nos recordaba alguna actriz italiana de esa etapa que veíamos algún domingo en el Cine de la Vera, sobre las cuatro de la tarde. Aquel manjar de comida que puso sobre la mesa era PIZZA y estaba caliente, recién sacada del horno. A mí y mis hermanos nos llamaba poderosamente la atención, ya en nuestras manos nos parecía un fino bocadillo de gusto muy variados, lo que sabemos que era la primera vez que comía pasta italiana que ya nuestro padre nos hablaba o nos había contado de su estancia en Caracas con sus amigos italianos.
Esa señora italiana marcó también algo nuestra infancia en el barrio. La trasera de su casa daba a un huerto y el mismo estaba cerca de un pequeño estanque que mi padre cuando regaba la pequeña platanera que tenemos detrás de nuestra casa e íbamos a buscar el agua de regadía a ese estanque e hizo esa señora italiana que de su nombre no recuerdo una gran amistad no solo con mi familia, sino con todo el barrio. Gente que se adaptó a nuestras costumbres y que nos enseñó a comer ese rico manjar que era la pasta italiana y que ellos le decían Pizza. Fue la primera vez que oía hablar de la misma y la embajadora fue esa señora que aún conservo su forma peculiar de vestir, calzar, andar en mi mente. Precioso recuerdo de mi etapa de niñez que no lo cambio por nada. Recuerdo por la mañana su manera peculiar de saludar a los vecinos del barrio.
-- Buongiorno. Vecinos?
--Buenos días, señora italiana.

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