Gregorio Dorta Martín
Se llamaba Maximino,
pero para la mayoría de sus alumnos es “el maestro Maximino de la Montaña”.
Tenía como 44 años y vivió junto a su mujer y creo que a una hija en una casa
de la calle del barrio de los Realejos. Ahí, en un paisaje dominado por las
calles empedradas y de vecinos apiñados daba sus clases en un cuarto o
habitación de su casa de la Montaña con una pequeña terraza o patio, de esas de
las de antes. Daba clase durante todo el año, pero para aquellos estudiantes
que empollamos bachillerato solo acudíamos como refuerzo en los meses de
verano. Para nuestros padres los tres o tres meses y medios que duraban el calor
sin clase era mucho tiempo sin estudiar y sin hacer absolutamente nada en
cuanto a estudios o trabajos. Seguramente en aquellos tiempo había que hacer un
hombre de provecho y por eso sacara buenas o malas notas tu familia más cercana
te conseguía las clases de apoyo en aquellos meses calurosos de estío.
En aquel tiempo
Maximino era de ese maestro de la etapa. No es que fuera un experto duro con
sus alumnos, pero usaba métodos que hoy en día seguro que más de uno lo hubiera
denunciado. Siempre vestía igual camisa blanca y corbata negra, de 1.69 centímetros
de estaturas y algo grueso, cara redonda, seria y categórica. Maximino, el
maestro de la Montaña libró más de mil batallas para mejorar las condiciones en
las que los alumnos recibían clases en esa escuela marginal fabricada dentro de
su propia casa. Esfuerzos que incluyeron la creación de nuevos grados, para
reclutar alumnos en sus casas y hasta un corte de ruta -del que participó toda
la comunidad- para impedir que instalaran una planta de residuos. Después de
todas esas peleas, Maximino fue un maestro de verano muy nombrado y respetado
en aquella etapa. Sobre todo cuando la situación comenzó que los padres querían
que sus hijos aprendieran lo más rápido posible, sumar, restar, multiplicar y dividir,
las prósperas cuatro reglas. Para ese ciclo era muy importante y un orgullo
saber esas dichosas cuatro reglas. Cuando la sabíamos de carretilla para nuestros
familiares era como si te diera la “orla” de alguna carrera universitaria.
Los que vivíamos
fuera de la Montaña en otro barrio como La Vera, ir a la escuela de Maximino ya
era una carga a la distancia, añadida al
calor, a la subida a la Montaña y también el respeto tan grande que le teníamos
a maestro de la Montaña. Recuerdo, con su regla en mano a la hora de preguntar
por las dichosas cuatro reglas nos ponían en fila indias y comenzaba por el
primero.
--3X3, preguntaba, 6
respondía. Cuando lo hacía mal regla que te pegaba con cierta fuerza en la mano
y a la cola y así sucesivamente hasta que al final de las preguntas al primero
que quedaba en la fila era felicitado por los alumnos que quedábamos detrás o
en la cola y en alguna oportunidad por el propio Maximino.
El maestro de la
Montaña vivió con orgullo ser un docente estatal. No cambia por nada desayunar,
comer y trabajar con sus alumnos. Pintar su aula y arreglar el baño del aquel
pequeño patio, sin especular con que eso sea incluido en el cuaderno de
actuaciones. "Es una forma de vida", sostiene. Algún día le gustaría
dirigir una escuela, pero se sentiría realizado si sus alumnos y alumnas
recordaran cuando "El maestro de la Montaña" les enseñaba la historia
a través de sus anécdotas. Y más aún si eso los ayudara a ser ciudadanos libres
y conscientes de su realidad.
Para aquellos que
contamos con cierta edad de los 50 a los 65 incluso más años, recordamos con
seriedad ese episodio de nuestras vidas que cada verano ocurría en nuestras
vidas.
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