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domingo, 8 de julio de 2018

DON CÁSTULO ( I )


José Sebastián Silvestre

Esta verdadera historia me la contó un amigo mío, compañero en las largas tertulias alrededor de una mesa donde solíamos tomar un humeante café, a veces con un chorrito de coñac o anís y acompañado de un vaso de sifón, llenando parte de las tardes de muchos de los que disfrutamos de la jubilación, merecido premio de consolación a toda una vida de trabajo.

Este amigo, Miguel, para más señas, era a su vez amigo y compañero de trabajo, además de consejero, de nuestro personaje, don Cástulo.
 
Considerándola digna de ser conocida  y sin el menor atisbo de jocosidad,  pues ello supondría una falta de consideración impropia para el caso que nos ocupa, y entendiendo que la tal historia no sólo es interesante sino que debe  ser transmitida de la manera que se estime oportuna a todas y a la vez por todas las personas que la oyeren, leyeren y quisieren,  yo me permito difundirla, por el medio que creo más conveniente, a fin de que no se pierda en los sótanos del tiempo, ni se desvirtúe por interpretaciones bastardas, falsas o contrahechas.

Tenía nuestro hombre una apariencia que podríamos calificar de normal, corriente, un ser anónimo, del montón, con un físico nada especial: ni alto ni bajo, ni grueso ni delgado… Su rostro reflejaba la placidez de quien no ha sido sometido por los avatares de la vida a grandes tensiones ni privaciones. La naturaleza había tenido a bien conservarle una piel tersa y no había querido robarle su cabello en demasía, y que aún conservaba en gran parte. Ello, evidentemente, le confería un aspecto más joven. Vestía con pulcritud, como correspondía a un caballero educado y de buena familia, aunque eso sí, algo extemporáneo, y olía a buen desodorante y agua de colonia.

Era el mayor de dos hermanos, chico y chica, nacidos en el seno de una familia media, tradicional y católica como era debido.  El padre, don Ernesto, era funcionario del ayuntamiento y la madre, doña Úrsula, tenía en la misma casa un pequeño taller de bordado, que contribuía a dignificar la economía sin grandes aprietos. Don Cástulo, que así llamaban todos a nuestro protagonista, no había tenido altibajos, dignos de mención, en su infancia y su adolescencia. No se conocía que hubiera llegado nunca a su casa sangrando por una rodilla, un codo o una ceja, fruto de los inconscientes juegos o peleas de los niños. Todo había transcurrido como su madre había previsto: un modelo de hijo. Estudió en un internado de los padres franciscanos, por empeño de doña Úrsula, en el que llegó a terminar el bachillerato. Esto le costó bastante trabajo, pues no era precisamente muy buen estudiante, aunque ponía todo el empeño que podía y por tanto no le fue posible cursar estudios superiores. Hay que resaltar, sin embargo, que en cierto momento le sobrevino una repentina vocación religiosa que su padre, de ideas un tanto liberales, tuvo que abortar, pues tenía para su hijo otros proyectos, no sin alguna que otra protesta de la madre, que lo veía ya de canónigo, obispo… o papa.

Carecía de ambiciones. Nunca se había enfrentado a grandes retos en su vida insustancial, salvo cuando tuvo que aplicarse, a instancias y empeño de don Ernesto, en preparar unas oposiciones a funcionario del estado, ya que esto, según le decía, le reportaría si no riqueza, sí la seguridad de un sueldo fijo que le permitiría, al menos, no pasar hambre y una posición social modesta, pero decorosa. Así que lo matriculó en una academia con el fin de prepararlas para los Cuerpos de Funcionarios de Ministerios Civiles del Estado. Resultó que tras varias intentonas y algún que otro “empujoncito” de algunas personas influyentes, las aprobó.
  
Desde entonces, su vida empezó a cambiar y a adquirir, como consecuencia, los compromisos y obligaciones propios del trabajo diario. Éstos empezaban a las siete de la mañana, cuando el impertinente timbre del despertador le recordaba que tenía que levantarse, lo que él, como persona concienzuda aceptó con gran estoicismo.  Desayunaría, se asearía, daría un beso de despedida a su madre, que ya estaba levantada como una hora antes, y después cogería como siempre el autobús número 15, que lo llevaría desde la Plaza del Rey hasta el Barrio del Escudo, no muy lejos de su domicilio. Allí, en la oficina, lo esperaban la máquina de escribir, los expedientes, la ventanilla al público y los compañeros que formaban la plantilla de la Agencia Estatal de Fomento: Un jefe de Negociado, otro administrativo como él, cuatro auxiliares y una ordenanza.
  
La relación entre ellos era la propia de un trabajo monótono pero intenso, ya que apenas se podía sacar todo el trabajo con esa plantilla algo escasa. A la hora del bocadillo de media mañana bajaban por turnos al bar de Pepe, que era el más cercano. Los comentarios cotidianos se hacían más fluidos, ya que disponían de una hora libre y coincidían con comensales de otros sectores productivos, pero él apenas participaba, dada su poca locuacidad y su timidez. 

No obstante, sus compañeros le profesaban un sincero aprecio, pues jamás tenía una palabra más alta que otra para sojuzgar a nadie y se prestaba a todos los favores que le pedían.
 
Debido al horario de los autobuses llegaba el primero a la oficina, cuando ya la ordenanza había encendido las luces y acondicionado la estancia.

 -  Buenos días Miguel

Miguel era la ordenanza a quien, por estar ya próxima su jubilación, le tenía gran apego y consideración. Era como un padre, un amigo y un confidente y, como queda dicho más arriba, el padre del relato que nos ocupa.

-        Buenos días don Cástulo, ¿Qué tal el fin de semana?

-        Pues…  nada del otro mundo, a no ser por esta próstata que no me ha dejado un minuto tranquilo, sobre todo, por la noche.

-        Son cosas de la edad, don Cástulo, ya sabe usted que a partir de los cincuenta… Yo me voy manteniendo con pastillas, pero tengo un primo que se operó hace dos años y, salvo algunas molestias al principio, ahora anda como nuevo.

-        Si, es cierto, yo también tengo que pensar en operarme, pues ahora con los adelantos que hay la operación no debe de ser muy complicada y, muerto el perro… ¡Bien, ahora vayamos a los legajos, que ellos no esperan a nadie, el jefe ha solicitado más personal, pues el volumen de trabajo aumenta y nosotros seguimos siendo los mismos!

Don Cástulo era soltero debido, entre otras cosas, a su carácter dubitativo e indeciso para      relacionarse y su falta de asertividad y habilidad social, lo cual se acentuaba cuando se trataba del sexo femenino. Y no es que no le atrajeran las mujeres, no; lo que pasaba es que esos dos rasgos de su personalidad no le facilitaban mucho las cosas. Sin duda eran producto de su esmerada y rígida educación. Él lo reconocía y lo asumía con buen talante: “Qué se le va a hacer, así son las cosas y yo no puedo cambiarlas” A sus cincuenta y tantos años, sólo podía decirse que, haciendo balance de su vida, digamos… amorosa, tuvo un par de relaciones, que no cuajaron por su miedo a formalizar sus compromisos y por el sentido de culpa que le provocaban las justas demandas formales que se le hacían. No podía permitir que nadie sufriera por esa pusilanimidad suya, que lo bloqueaba a la hora de tener que hacer frente a esa decisión y la responsabilidad consecuente. Así que con el correr de los años se había acostumbrado a vivir solo, ya que su hermana había dejado el hogar mucho antes, en el piso del centro de la ciudad, herencia de sus padres ya fallecidos, y sin grandes cargas, su sueldo le llegaba para cubrir su sustento y tal vez para unos ahorros, puesto que no necesitaba más de lo justo y no tenía grandes dispendios.

Nunca tuvo maña para la cocina y a pesar de que su hermana ponía empeño, no consiguió dominar el arte culinario. Comía desde el inicio de su nueva vida en el restaurante “La Gaviota” en el que lo trataban como a uno más de la familia. Algunas veces Dª Paquita, la dueña, le preparaba, sabedora de sus gustos, un hervido que él se llevaba para la noche y que le servía de cena.

-        Ahí tiene don Cástulo, se va usted a chupar los dedos.

-        ¿Qué, don Cástulo, un cafetito de los suyos?  le decía Conchita, la hija de doña Paquita, que ayudaba en las mesas a la vez que estaba preparando oposiciones para ingreso en Correos.

-       Sí, gracias Conchita, pero, ponle un poquito de coñac, por favor, que hoy tenemos un día frío. Pronto habrá que abrigarse y ponerse una buena bufanda.

Hojeaba el periódico y, de vez en cuando, charlaba con don Matías, jubilado de RENFE, que acostumbraba a tomar café en el mismo sitio:

-        Pues sí, don Matías, yo también espero jubilarme pronto y así no tendré que darme estos madrugones con el tiempo tan frío que tenemos aquí, sobre todo en esta época del año. Me levantaré cuando me lo pida el cuerpo y, si hace bueno, me daré mis buenos paseos matutinos por el parque. Además, quiero retomar mi afición al bricolaje, que lo tengo ya casi olvidado.

A las cinco de la tarde, después de terminar el trabajo, regresaba a casa dando un paseo, pues don Lope, su médico, le había dicho que eso era bueno para la salud y, por otra parte, no se notaba ningún síntoma de cansancio que lo obligara a ir motorizado.

Luego, se pasaría por el súper para llevar algo de fruta y pan, se pondría cómodo, leería un rato y se sentaría en el mirador a ver la gente pasar y contemplar el juego de la chiquillería en el parque que tenía enfrente y al que bajaba, cuando el tiempo lo permitía, para escuchar, sobre todo, las pláticas de los vecinos. Después una cena frugal, un programa de la tele y… vuelta a empezar.

Los fines de semana los dedicaba, por lo general, a dos de sus actividades: su colección de sellos y la construcción de maquetas. Otras veces iba a hacer una visita a su hermana, María, casada con Joaquín, que era viajante. Vivian en el campo, a pocos kilómetros de allí con sus dos hijos, David y Lucía, que estudiaban en el instituto y a los que llevaba, casi siempre, algún presente.

-   Cómo crecen estos chicos María ¿Cómo van con los estudios? ¿Y vuestro padre,viene este fin de semana o tiene algún viaje fuera?

Cuando su cuñado estaba en casa, pasaban la mayor parte del tiempo podando y cuidando las plantas del pequeño huerto que tenían allí o dando un paseo hasta la presa cercana, en la que había un buen sitio para tomar el sol y bañarse, y una cantina a pocos metros donde se jugaba al dominó y a las cartas y que hacía también las veces de club social. Él se sentía apreciado e integrado en este pequeño círculo y eso le llenaba casi todo su tiempo, que transcurría inalterable.

Estas eran, por lo general, las ocupaciones y preocupaciones de don Cástulo.
  
Pero, la vida de las personas es caprichosa y sometida al azar y a veces nos pone delante acontecimientos sobre los cuales no tenemos arte ni parte. ¡Cuánto puede cambiar en un momento! En cuestión de segundos, toda la configuración mental y todos los esquemas de un individuo se trastocan. Un día tropiezas con alguien en una cafetería, en un supermercado, en un autobús… y lo que antes te era ajeno, entra a formar parte de tu mundo, de una manera indefectible, y ya no pueden sustraerse a ello. Y eso fue lo que le pasó a nuestro personaje.

Todo empezó ese jueves, en el autobús número 15. Algunas paradas después de la suya subieron ella. Nada anormal: una pasajera más que, probablemente, iba a su trabajo y a la que no había visto nunca y que así, de repente, no le despertó ningún interés especial.

Y allí habría acabado la historia, sin más pena que gloria, a no ser porque… Al cabo de un rato, en el transcurso del viaje, se percató de que esa mujer, que permanecía de pie, lo miraba de soslayo a la vez que esbozaba una leve sonrisa, que le provocó cierta curiosidad: ¿Lo miraba a él? ¿La conocía de algo? ¿Habían coincidido en algún sitio? ¿Quizás habían sido presentados en algún momento que no recordaba por alguien conocido de ambos? No; decididamente no la había visto antes en ningún sitio, ni recordaba ninguna situación que lo llevara a suponer que la conocía de algo. A lo mejor era ella quien creería haberlo conocido y, evidentemente, se había equivocado.

El autobús seguía su trayecto sin ninguna alteración. Pero… pasados unos pocos minutos más, sus ojos se volvieron a proyectar hacia los de ella, de una manera instintiva. De nuevo, esa mirada furtiva y esa “Gioconda” sonrisa, que cambió la curiosidad en un cierto interés que empezaba a inquietarlo. Por un momento pensó… Pero, ¡Cá!  no podía ser a él, una persona tan insignificante y ella una mujer, tan bien parecida, por cierto. Miró disimuladamente hacia atrás y sólo vio en el fondo del vehículo a unos chicos que iban para el instituto. Miró hacia el lateral opuesto. Allí había dos señoras de luto que charlaban y detrás un señor con sombrero, que miraba por la ventanilla. No sabiendo qué hacer se llevó la mano a la corbata, comprobando que el nudo estaba en su sitio y que, posiblemente, estaba algo azorado sin motivo. Intentó calmarse: “¡Bah!, habrá sido una figuración mía. A estas horas de la mañana anda uno medio dormido y es fácil ver visiones”.

Pero, al cabo de un rato sus miradas se volvieron a encontrar y ¡Vaya por Dios! La mujer lo seguía mirando y sonriéndole. Esto ya tomaba otro tinte ¿A qué podrá deberse tanta insistencia? se preguntó con el nerviosismo propio del tímido. La situación empezaba a descolocar, provocando cierto desasosiego, hasta que por fin la mujer se bajó y nuestro hombre suspiró aliviado.

Nada más llegar a la oficina, le comentó lo sucedido a Miguel, procurando que no se le notara la impresión que el incidente le había causado:

-  Nada, nada, don Cástulo, eso es que ha visto usted visiones y ha imaginado más allá de la realidad. Además… ¿La conocía de algo?

-        No, la verdad es que no recuerdo haberla visto nunca.

-        Y de ser ella quien creyera haberlo conocido a usted, le habría saludado o, al menos, habría hecho algún ademán de reconocimiento ¿verdad?

-        Pues sí, creo que eso habría sido lo más correcto.

-      ¿Lo ve?, seguramente iría pensando en sus cosas y, en algún momento se produjo un acto reflejo de esos, de los que uno no se da cuenta. Olvídelo y ya está.

-        Sí, claro, yo también lo he pensado: un acto reflejo.

El resto del día lo pasó en la monotonía de sus quehaceres, procurando que lo ocurrido no ocupara demasiado tiempo su mente, ya que todo se quedaba en pura teoría. Aunque… a decir verdad, aquello no había pasado para él de manera inadvertida. Y he aquí que, por la noche, antes de dormirse, su cabeza le dio tantas vueltas al asunto que apenas pudo conciliar el sueño.

Empero, ocurrió que al día siguiente la vio subir de nuevo en la misma parada. Se quedó de pie, como el día anterior. Él, adoptando una actitud expectante, la miraba de forma intermitente, a la espera de lo que pasara. Y después de un rato… ¡Otra vez esa mirada inquietante y esa sonrisa, apenas perceptible y enigmática!  Los colores le subían y bajaban y no sabía bien hacia dónde dirigir la mirada ni qué postura adoptar en el asiento. Entonces algo ocurrió que para él era totalmente nuevo: Empezó a sentir una emoción desconocida y extrañamente agradable, que nunca antes había sentido. ¡No le cupo la menor duda, era a él a quien miraba; ¡era a él a quien sonreía, como queriendo darle a entender que se había sentido atraída hacia su persona y que no le era indiferente! En esta situación no se sabe muy bien cómo habría terminado la cosa, de no ser porque habían llegado donde ella se bajaba.

-        Le digo a usted que sí, Miguel, que es a mí a quien mira y sonríe. Me he dado perfecta cuenta de ello esta mañana: Ha vuelto a buscarme con la mirada, dirigiéndome una sonrisa. La verdad es que esta incertidumbre me tiene en ascuas y, por otra parte, he notado algo dentro de mí, que no sé cómo definir, pero que me provoca sensaciones placenteras y un revoloteo de mariposas en el estómago, que… 

-   ¡Bah, don Cástulo!  interrumpió la ordenanza, Eso es que está usted empezando a chochear. Déjese de barruntar tanto y tómese algún relajante que le haga descansar mejor por las noches ¡Y trate de salir más a divertirse, que sale usted muy poco!  Fíjese en sus compañeros: Van al fútbol, a los toros, van de excursión… Hay muchos viajes para gente como usted y tengo entendido que se lo pasan muy bien ¡Hágame caso, diviértase!

-  Es posible que tenga razón, Miguel, contestó don Cástulo poco convencido.  Quizás debería hacerme socio del casino o de algún club y ocupar mi tiempo de ocio en otros menesteres. A lo mejor estoy algo confundido y ofuscado con todo esto.

Pero esto lo decía por no polemizar con el bueno de Miguel. Él seguía creyendo en aquello que, sin poderlo remediar, ya le había traspasado como un certero dardo de Cupido. Y como suele ocurrir en las psicologías angelicales como la suya, la imaginación y la fantasía se le dispararon como una nave hacia el espacio, donde ella era el único astro.
   
Fue un fin de semana emocionalmente intenso. Su mente no paraba. Parecía un adolescente en plena edad del pavo. Se recreaba recordando su fisonomía: Una mujer de edad indefinida, de unos 40-45 años, morena, con una cara y un talle bastante agradables… Se acordó de que, cuando ella subió aquella mañana le saludó muy amablemente y que él le respondió con cierta timidez, pero con decisión. También que se despidió con un “adiós”, que él devolvió como un eco. No cejaba en su creencia de que esas miradas amables y risueñas; esas miradas lánguidas querían comunicarle un deseo por conocerlo; una evidencia de que no le era indiferente. Después de todo él no era tan viejo como para no gustar a ninguna mujer y ellos eran prácticamente coetáneos.  Además, pensó: “Poseo ciertos valores, como la honradez, la fidelidad, la buena educación y la sensibilidad, heredados de mi familia y de los padres franciscanos y eso siempre es una buena carta de presentación para cualquiera.  Por otra parte, puedo ofrecer un porvenir, sin lujos, pero asegurado a cualquier mujer que quiera compartir su vida conmigo.”

Y así transcurrió, de nuevo, gran parte de la noche: Una especie de cosquilleo le recorría todo su cuerpo cada vez que pensaba en ella. Su ánimo estaba por las nubes y manaba como la lava caliente del Vesubio y el Etna juntos en todo su esplendor.

Notó que la mañana del sábado amaneció más luminosa y, de pronto, le vinieron unas irrefrenables ganas de cantar. Corrió las cortinas, abrió las ventanas, dejando pasar el primer aire del día…Se sentía exultante. Tanto fue así que sacó sus discos y su viejo pick-up y acompañó, tarareando, aquellas canciones que siempre le gustaron. Sentía, además, que algo en su interior había cambiado, como una especie de catarsis incontrolada que le impelía a la conquista de quien ya era su dueña. Estaba dispuesto a pasar por los mismísimos trabajos de Hércules para conseguirlo. ¡Se había enamorado! ¡Era eso, sí! ¡Había encontrado a su Dulcinea! El corazón le latía de tal forma que parecía que le iba a estallar en el pecho.  La ansiedad porque llegara el lunes crecía incontrolada y el tiempo pasaba insoportablemente lento, como el advenimiento de la muerte cuando se está siendo víctima de la tortura. ¡Qué sensación tuvo entonces de soledad sin su presencia! ¡Qué sensación de abandono!  ¿Dónde estaría en ese momento? ¿Qué haría? ¿Dónde trabajaría? ¿Pensaría en él, como él pensaba en ella?  Quiso echar a correr en su busca, pero… ¿Hacia dónde?  Apenas podía sosegarse; apenas pudo darse una razón que lo sacará de ese inagotable magma de emociones que lo abrasaba por dentro: “El fin de semana pronto pasará, se decía, y yo debo presentarme ante ella más templado y más seguro. Debo intentar descansar y serenarme.

Tras muchos duelos y quebrantos cayó en la cuenta de un detalle muy importante: siempre llevaba la misma indumentaria; ese traje gris marengo, evidenciando más de una puesta, que le echaba años encima. ¡No! Había que renovar ese rancio y vetusto vestuario. Iría a los grandes almacenes y se proveería de todo lo necesario para, sin cambiarlo en exceso, actualizar su aspecto. También se pasaría por la peluquería para arreglar su cabello. Tenía que causar una buena impresión.

En la noche del domingo le resultó del todo imposible dormir. Tales eran las ansias y la ilusión por volver a encontrarse con ella que no le importó pasarla en vela, como un D. Quijote cualquiera, imaginando todo lo que haría, todo lo que le diría al día siguiente. Lo tenía decidido: Se armaría de valor y, después de que subiera, la invitaría a tomar asiento junto a él:

-        “Me llamo Cástulo ¿Y usted?... ¡Oh, es un nombre muy bonito!

-      ¿Trabaja por esta zona?... ¡Vaya, un trabajo muy interesante! Yo trabajo en el Barrio del Escudo, en la Agencia Estatal de Fomento y la he visto subir alguna vez en la parada de…” En unos días le pediría que le permitiera acompañarla al trabajo:

-     “No, si no es ninguna molestia; al contrario, me agradaría muchísimo poder hacerlo todos los días, si usted no tiene inconveniente.”

La invitaría a tomar café o, mejor dicho, a cenar, que era más romántico y adecuado para dos personas adultas como ellos. También sería de muy buen gusto obsequiarla con una flor, que eso gusta a todas las mujeres. Sería una cena íntima en… ¿¡En!? ¡Vaya por Dios!  No conocía ningún sitio discreto donde poder llevarla. Él no era un hombre de mundo y no se le había presentado nunca una situación como esa. ¡Qué contrariedad!  Bueno, le preguntaría a Miguel, que siempre tenía soluciones para todo y era una persona fiable. O bien a Matilde, que alguna vez la había oído hablar de algunos sitios, donde iba con su marido. Pero le daba un poco de corte, por si pensaba que era un pardillo.  Cierto desasosiego le corrió por todo el cuerpo, pues pasaba el tiempo y nada.  Hasta que… ¡Sí, ya lo tenía! ¿Cómo no se le había ocurrido antes?  Se lo preguntaría a Ignacio, que tenía novia formal y era un buen muchacho. Seguro que sabría un montón de sitios, recoletos y con buena reputación, para llevar a una chica.

Sería el principio de una buena amistad y el preludio de algo maravilloso, digno de la mejor novela romántica. Se pondría una americana azul marino, con una camisa clara y una corbata en tonos granate, que eso daba prestancia. Ella…ella no hacía falta que se pusiera nada, pues estaría muy bonita con cualquier cosa.  Iría a recogerla en coche, ¡faltaría más! Después la llevaría a su casa y quedarían para verse al día siguiente, y al otro, y al otro… como cualquier pareja, porque tenía pensado decirle que le agradaba su compañía y que se sentía atraído por su personalidad y simpatía y que le parecía la mujer más bella que había conocido nunca y que, si ella accedía, podrían salir como novios formales y que…

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