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sábado, 16 de junio de 2018

RACONTTO DI NOSTALGIA III


Lucio Albirosa

La literatura argentina, dentro del futbol, es simplemente una maravilla fantástica capaz de trasladar a cualquier ser hasta un estadio. Desde la pluma de Osvaldo Soriano hasta la voz de Alejandro Apo hay emociones solamente desprendidas desde la euforia sudamericana más reconocida a nivel mundial en la materia del balonpié. Acá no están ni Kempes ni Maradona ni Messi, aquí hay una vuelta olímpica escrita por el joven Lucio Albirosa y con la entrega de un equipo del siglo anterior, cual titanes defendiendo los colores de la casaca en el San Salvador litoraleño, en un rincón del continente del oro y los potreros donde sueña la gloria en ciertos instantes. Vale madre entrar a este relato.

 “Bochon” Lagos había lustrado los sacachispas por un lapso de cincuenta minutos creyendo en que las circunstancias de un sol intrépido iluminaria el betún al momento de pisarla y luego de un quiebre de cintura, dejando a uno en el camino, se la entregaría al “coco” Bentancurt.

Yo estaba en la línea de exigencia- dice Pocho, mientras sus dedos entraban por un camino de pelos de la cabeza para dejar una cinta lista para el rodaje; como si fuera cine de estreno, pero de boca a boca. Alfredo Cáceres iba y venía como única flecha en contienda de dos tiradores, te peleaba todas y no daba nunca por perdida ninguna, ni siquiera la que se iba varias veces al otro lado del alambrado. Iba y venía sobre la raya a tal punto que gastó la línea blanca de la derecha.

El Aldo Rodríguez marcaba a dos delanteros peligrosos del equipo azulgrana, por no decir que metían miedo haciendo paredes. Uno era gringo, aproximadamente un metro noventa orillando dos de altura; era el que corría de lunes a viernes dentro de los galpones con una bolsa de arroz de cincuenta en cada hombro. Los titanes de entonces en su mayoría, eran de jornada completa, el que descansaba el sábado, seguro el domingo quería dormir un poco más y estar descansado por completo a la hora señalada que Enio Morricone empujaba desde algún disco en pasta. Los estibadores y changarines sin patrón evitaban cualquier vagón y la carga de camiones el domingo por la mañana, aunque el extra de la tonelada fuese de 30 australes.

La cuadrilla entera solía parar. Total, el lunes se cargaba sin asco hasta con linterna, pasadas las veinte. Los más ligados a la camiseta, indudablemente, vaya acto de heroísmo, le daban al chimango paladas de esperanza toda la noche cuando la cosecha era abundante y la paga no entendía de ninguna queja; por ejemplo, Reducindo “chilo” Morilla, quien hoy juega en la primera dirigida por San Pedro allá arriba, en cada palada de arroz que tiraba para llenar el carretón, inclusive en la que el tractor arrancando avisaba de la última tonelada lista rumbo al molino, iba relatando una final contra Unión y Fraternidad.


Dentro de ese relato contado también con admiración y ternura por su hermana Jacinta, tal cual lo rememora Pocho en esta mañana, el “chilo” subía a cabecear luego del despeje sobre la línea, cuando el arquero había salido mal y para colmo de males se había rajado su camiseta amarilla con bastones negros al toparse su espalda con los sacachispas de Santos, el gran artillero de Unión.

La pelota cayó mucho antes del destino fijado, a campo contrario. Entre jueguito y taquito canchero dentro del círculo central, se levantaba una polvareda terrible. Lo levantaron para arriba al “babi” Novelli que recién entraba porque al “lebo” Acevedo ya no le aguantaban las piernas ni la exigencia de la contienda; encima el técnico, Juan Carlos Gómez, era un sargento para las ordenanzas. La colimba era la única opción alternativa que evitaría jugar esos partidos con Gómez gritando desde el banco; corré carajo, que no se valla, encímalo, aguántala, toca, ahora, dale corré que llegas, daleeeee, no se va, que no se vaya!!!

Upa, ni el cinto de los padres manifestando enojo ni el rebenque siempre mostrado, pero nunca usado en la casa como reprimenda hacia alguna macana, metían la pavura del director técnico con la camisa remangada y el cinto semiapretado, quizás para marcarse primero la presión a sí mismo. El “beto” Ibarburen era una pared imposible de pasar dentro de la cancha, a él no le decía nada el técnico, jugaba como él quería que juegue.

El “chilo” llego corriendo como un rayo en la tormenta más temida por los productores arroceros cuando la LT 15 anunciaba pánico natural al pronóstico de inundaciones. Lo levanto al “babi” con ese amor de hermanos unidos mucho más en las malas que en el asado de fin de mes. Morilla, pícaro y sabiendo de memoria sin pizarrón las jugadas descriptas en El Grafico que llegaba cada mes al pueblo de la mano de algún camionero en su vuelta de Bs As, ni la dudó. Era fácil para él, la imaginaba como aquel gol de Sanfilippo a Boca y hasta el punto del tiro libre llegó entonces el “nene” tremendo de Nuevos Rumbos y del pueblo. Si, era él, el “nene” Atrio, con su cara llena de tierra y sudor formando un barrial en el cuello. Miró la pesada pelota.

Me voy a cabecear, dásela al “babi” que la aguante en la derecha y yo espero el centro, están todos cansados, se nota- dijo “el chilo”.

Todos nosotros también- respondió Atrio.


Tres cuartos de cancha hacia adelante, todos, toditos, los once de Unión defendiendo el empate y poder así después marear la plaza con la caravana de festejo luego de los penales. El arco de los azulgranas era la Micenas amurallada o la misma Troya antes de Aquiles. Los camiones, tractores, camionetas y algunos autos formaban la tribuna sobre los cuatro costados. La tela de los banderines que flameaban en brazos agitando aliento para ambos equipos se compraba en el mismo lugar. En el pueblo había dos tiendas y a cualquiera de la dos que entrabas, terminabas volviéndote adicto a la naftalina en el lapso de tiempo entre corte del metro marcado con crayón por la señora que jamás sonreía y la espera en línea caja para el pago.

El “nene” Atrio recibía aliento hasta del vendedor de girasol, la vendedora de tortas fritas y algunos colgados en el poste que esa tarde no pudieron pagar la entrada y ver el partido adentro de las lonas de arpillera. Desde el poste se veía mejor y hasta podía analizarse alguna jugada dudosa, pero se cansaban los brazos. Puntapié rápido para que el referí no pite, si lo hacía en ese segundo, al otro día no saldría de su casa. El Aldo Rodríguez que anduvo con corazones en los ojos casi todo el segundo tiempo y mucho sueño bajo el sol de las cuatro, parecía haberse enterado que su amada estaba cautiva en el castillo de Troya, allá atrás de la red de piola donde todos entraban soñar con pelota y todo, aunque sea dentro de un caballo de madera.

La recibió. Jueguito de cintura, caño, uno en el camino, quiebre, amague, dos en el camino y el tercero venía a buscarte el tobillo directamente. No daba para lujos el final del partido. El Aldo se la da al “coco” Bentancurt que se termina mareando por tanto nervio librado en las patadas y enredos de zapatos. Logra pasarla entre los pies del 4 haciendo un puente imperdonable, que, si la historia no lo borra, era Poroto Gómez, justo él. Este acto, esta desfachatez sería el motivo justo para las putiadas, las discusiones cara a cara y un final con brindis, como siempre sucedía. La redonda apenas rodó un metro, estaba en la línea que separa el área grande del resto de los veinte amontonados titanes cayendo en el entrevero y el agobio. “Bochón” también había llegado al área rival olvidando la defensa de su arco porque ya no importaba nada a esa altura del juego, otro pícaro con muchas mañas.

El “nene” Atrio logro escapar al enredo y la polvareda, todo en un segundo; todo en esa milésima de tiempo que, aunque parezca eterna, fue exactamente cuando el árbitro llevo el pito a la boca. La previa del tiro libre había demorado todo el descuento posible. El “nene” recibió una patada terrible desde atrás como un golpe seco de martillo hacia el yugo donde se moldean los cuchillos. Cayó entre el área grande y la chica.

Foul-: gritan todos los del sector de vehículos ubicados a la derecha del potrero.
Penal, fue penal-: repetían a coro hasta las bocinas de las camionetas que ya pretendían tapar con picardía la salida de los autos de enfrente y demorar la caravana de Unión ya que en el pueblo se sabía, se presentía y se apostaba a que en los penales eran campeones y así defenderían el titulo alcanzado en el campeonato anterior ante el equipo del barrio del riel que una década más adelante pasaría a llamarse Ferrocarril.

Sigue el juego. La recibe “bochón” ante los ojos abiertos como un dos de oro de Cáceres y todo dicho. Solo contra el arquero en el mano a mano de un tango de estío a punto de terminar alegremente eufórico. La para de zurda, le da con alma y vida…

El arquero de Unión al que le habían hecho solamente tres goles en todo el campeonato y desde el punto penal, logro sacarla desde la esquina con la dificultad que no tuvo en todo el año. Desde el punto en que se besan en complicidad la línea final con el palo, desde allí la saca de un manotazo con la izquierda. El referí milagroso prepara el aire para soplar, en verdad no quiere que esto se termine. El hermetismo vale la pena para sustos de cualquier clase, tanto que al padre de “bochón” el corazón le pasa factura y su hijo ni dudaría que esto ocurre por malograr un gol. La pelota vuelve hacia el centro del área chica, la recibe el “babi”.

Partílo! Partilo! - grita Gómez desde el banco.

El árbitro no quiere soplar este final donde la vida se iría en un soplo si no conocieras ese acto atroz de caminar sobre la cornisa dividiendo los infartos de la muerte súbita que, en el 53´ donde ocurre esto, no lo descubrían todavía los médicos de guardia del viejo hospital ni los futurólogos universitarios de la medicina. El “babi” Novelli está a un pitazo de convertirse en leyenda para el futbol del que hablarán después del 2000 y por muchos años más por los siglos de los siglos, amén.


“Novelli de Nuevos Rumbos, hazaña histórica” dirá el diario el miércoles o jueves cuando salga a la venta. El “babi” le pega de puntin, al medio. El arquero es un visionario o sicario a sueldo vencido por su última bala sin disparar. Lo matan si entra. Se estira desde el palo donde recién su mano izquierda provoco un cuarto de muerte a un hincha al que muchos cercanos a su sillón le dan aire mientras una palanca de arranque enciende el motor de un Ford cercano a la puerta del potrero rodeado por bolsas arpilleras donde la euforia ya se divide entre manos que rezan y otras agarrándose las cabezas; donde las tortas fritas olvidaron ser masticadas, donde ya no queda más agua para el mate y lamentablemente no existen pastillas que prevengan tanto dolor en el cuerpo a raíz de todos los nervios sufridos.

El grandote guerrero defensor de los palos llega justo al centro del arco donde la pelota va como si fuese la bomba asesina caída en Hiroshima en 1945. El alma y la vida en el puntín a como dé lugar, hacha y tiza, la furia del “babi” al pegarle a la redonda es el hermetismo trasmitido por la hinchada con gomina soñando, mordiéndose y deseando que termine esta pesadilla. Era tan gigante el arquero que el disparo del “babi” logra reventar el pecho del nuevo Goliat. El referí elegido por su honestidad decide soplar el pito al momento en que la pelota es despedida por el pecho del heroico guardavalla de Unión y Fraternidad.

El aire de la espera para marcar el nuevo duelo de los penales perduraba mientras el cuero no caía al piso. La cabeza del “chilo” Morilla no sabía de posición adelantada y el plan ingeniado en el tiro libre no terminaba. Solo, llego solo, como cuando gurí jugaba a cabecear mientras Viviana Gutiérrez, su madre innumerable, cosía sus remiendos bajo un árbol allá por Sauce de Luna en 1920 y él jugaba solito a cabecear una de medias rellena de plástico. Apenas estiro su frente, el peso del barro en la redonda de cuero marco la hazaña que soñó despierto mientras paleaba un deseo de gloria, a la vez que algún grano de entonces le dijera que los sueños se cumplen cuando se los empuja. Si es de cabeza en el último segundo de una gran final, merece ser contado y hay cuentos que merecen un” chilo” de gloria o en efecto: un aplauso sin fin.

Extraído del libro “De arrozal y nostalgias”, Ediciones Huentota, Mendoza, Argentina. Junio 2018

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