Salvador García Llanos
Cumple cien años Casa Egon, en
La Orotava, un establecimiento señero, singular, en puridad denominado
Confitería y Café Taoro, localizado en la calle León, con su sempiterno aire
clasicista, tradicional o familiar, no importan las reformas y las adaptaciones
modernistas interiores pues la atención personal y familiar, el servicio
diligente, son de toda la vida.
Un dulce centenario allí donde las celebraciones de cumpleaños,
las meriendas tan sabrosas, los almuerzos como si fuera en casa, las primeras
citas de enamorados, los encargos en cualquier día y en cualquier hora, el
aroma siempre edulcorado… hasta la cinta para envolver la bandeja para llevar y
con la que siempre quedar bien.
“En la confitería todo sigue igual. Incluso en el mostrador
principal colocamos los dulces en el mismo sitio”, dice el primer responsable,
Ángel Rocío, quien ha visto pasar los años entre tambores, milhojas, tocinos
del cielo, almendrados, roscones y bolitas de coco. Ángel es sobrino del
fundador, el suizo Egon Alfred Wende Bard, a quien sorprendió la Primera Guerra
Mundial cuando se dirigía a Tenerife. Aquí se quedó, en la Villa de La Orotava,
donde instaló su obrador, donde comenzó a hacer de la pastelería una obra
artesana esmerada. Y que ha perdurado, siempre apreciada por la gente, sin
distingos sociales.
Ángel, con sus hermanos y parientes, con sus empleados,
conoce de memoria (sin exageración) a sus clientes y hasta los pedidos o gustos
de los mismos. Sabe quién es del Puerto y quién de Santa Cruz, toma nota de los
encargos, abre las compuertas del obrador y explica a algún visitante los
productos que exhibe en el aparador blanco también distintivo del
establecimiento. Lo hace todo con cierto aire mecánico pero sin incurrir en la
rutina: es consciente de la importancia del trato en un negocio familiar de
este tipo. No alardea pero señala que “tenemos la mejor clientela de todo el
norte”.
Cien años de Casa Egon. Lo han conmemorado con una milhojas
gigante, de dieciocho metros y diez centímetros de largo, con la anchura
equivalente a cinco milhojas convencionales. Dio para unas mil trescientas
raciones. Se ha conocido la fórmula: cuarenta kilos de mermelada de
albaricoque, treinta kilos de yema de huevo, otros tantos de hojaldre y unos
veinticinco kilos de fondant de azúcar. Ángel Rocío y los suyos se plantearon
la celebración con fines benéficos y ahí han quedado unos fondos para la Cruz
Roja local.
Es un dulce centenario, aunque parezca una obviedad
aplastante. Es un siglo de esfuerzo, de amor por la obra bien hecha, de
tradición artesanal y de calidad primorosa. Ya era una referencia en la
gastronomía y la repostería de la isla: ahora, con cien años cumplidos, es algo
más.
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